A sus casi 67 años (los cumplirá el próximo día 24) Bob Dylan empieza a acumular sobre sus espaldas toda clase de reconocimientos y galardones, tanto provenientes de su país de origen como de los lugares más distantes del planeta. Y si la cuerda le aguanta aún lo suficiente, es más que probable que siga acaparando títulos hasta convertirse en el artista más laureado de la historia.
Primero fue el doctorado honoris causa en música por la Universidad de Princeton, en 1970, circunstancia que, aunque tuvo algo de encerrona, le inspiró por cierto una magnífica canción titulada El día de las langostas, de la que hablaré en otra ocasión.
En 1990 el gigante de Minnesota fue nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia.
Al año siguiente, en febrero de 1991, se le otorgó un Grammy honorífico, cuando muchos ya le daban por fosilizado tras casi una década algo errática que en realidad no lo fue tanto, pues en ella parió álbumes de la categoría de Infidels (1984) o de Oh mercy (1989), que cualquier otro músico contemporáneo hubiese firmado con los ojos cerrados.
Pero si los dos anteriores eran premios honoríficos, los que recibió en febrero de 1998 lo fueron en cambio por trabajos concretos: Dos nuevos Grammys, por el álbum Time out of mind, y un tercero, por la canción Cold irons bound, del referido álbum. Y tenía por entonces 56 años y muchos miles de kilómetros a sus espaldas.
Y no paró ahí la cosa, por supuesto. El año 2000 se le concede el Óscar de Hollywood a la mejor canción por Things have changed, una auténtica joya compuesta para la película Wonder boys (Jóvenes prodigiosos), que al parecer es con diferencia lo mejor de dicha cinta, y que previamente había obtenido un prestigioso Globo de Oro. Y ese mismo año la Real Academia Sueca de la Música le otorgó el Premio de la Música Polar.
Por si fuera poco, en 2004 la revista Newsweek lo consideró como “la persona viva más influyente del mundo entero”.
El pasado año 2007, se le concedió por fin el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, por su condición de “mito viviente” de la historia de la música popular y “faro de una generación que tuvo el sueño de cambiar el mundo”. Es curioso recordar el acta del jurado, en la que se hace hincapié en “el carácter austero en las formas y profundo en los mensajes”, o que conjuga “la canción y la poesía en una obra que crea escuela y determina la educación sentimental de muchos millones de personas”, añadiendo que su obra es “fiel reflejo del espíritu de una época que busca respuestas en el viento para los deseos que habitan en el corazón de los seres humanos”. En fin, sólidos argumentos aunque no faltan los tópicos como puede verse.
A todo ello hay que añadir que, por supuesto, decenas de Universidades de todo el mundo, aparte de la citada de Princeton, le han investido doctor honoris causa en música, entre ellas la de St. Andrews, en Escocia (2004).
Y hace poco más de un mes, la Universidad de Columbia le ha otorgado el prestigioso premio Pulitzer, debido al “profundo impacto en la música popular y en la cultura americana, caracterizado por composiciones líricas de extraordinario poder poético”.
Realmente, de ahí al Nobel solo hay un paso. Y no olvidemos que Dylan es candidato al máximo galardón desde 1996. Aviso a los incrédulos, ojo a los escépticos…
Porque Dylan ya ha hablado. Ahora los suecos tienen la palabra.
© Juan Ballester
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