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viernes, 29 de enero de 2010

La moda del microrrelato

La moda del microrrelato parece imponerse a pasos agigantados en el mundo de la narrativa. No hay día que no me llegue una reseña en donde se convoca tal o cual certamen de relato hiperbreve, en el que la mayor dificultad es por supuesto no rebasar el número de palabras establecido, o incluso de caracteres, porque es curioso que casi siempre contabilizan también los espacios en blanco.
Este tipo de literatura, aparte de lo que puede tener de ejercicio de habilidad, tiene a mi juicio el peligro de convertirnos en vagos de las palabras. Una cosa es economizar recursos, o quitar lo superfluo, y otra desnudar tanto la narración que acabe convirtiéndose en un mero telegrama, en detrimento de la fluidez y el estilo.
Y es que hay microrrelatos tan breves que apenas ocupan una línea. Piezas del tipo: “Llegamos bien. Tu esposa, guapísima. Te adjunto demanda de divorcio”, podría ser un ejemplo de ello.
Pero, ¿qué pasará cuando se convoque un concurso de microrrelatos con una extensión máxima de 1 palabra? ¿Podremos seguir llamando a eso ‘relato’ o ‘literatura’? ¿Dónde está el límite, pues, entre el telegrama y el relato hiperbreve?
En el Arte da la sensación de que ya está todo inventado. En el ámbito de la poesía, sin ir más lejos, existen no ya poemas sin título, que eso ha sido algo habitual durante siglos, sino incluso títulos sin poema. E igual que hay concursos de relato hiperbreve, podría haber certámenes de títulos, lo cual, dicho sea de paso, aliviaría a los miembros del jurado de leerse tantos cientos o miles de versos infames.

Sea como fuere, yo también me he apuntado últimamente a la moda de la literatura raquítica y quiero aprovechar para presentar mi último microrrelato, calentito aún puesto que lo acabo de terminar hace unos minutos. Y nadie piense que fue fácil: me ha llevado meses de trabajo, de tachar y corregir, de buscar el final rotundo y demoledor que requiere toda obra de este floreciente género.
Como se verá, al microrrelato no le sobra ni le falta nada. Y si tiene un comienzo que engancha al lector desde la primera letra, no es menos espectacular su final, que parece perderse en un eco que, como una espiral, rebota hasta los abismos más profundos del universo.
El título también me costó algunos quebraderos de cabeza. Podía haber prescindido de ponérselo, pero al igual que todos mis otros relatos lo llevan, me pareció que sería discriminar a este hijo privarle del bautismo, así que tras mucho analizar los pros y los contras, tras mucho ensayar y descartar opciones, decidí que nada mejor y más natural que emplear como título el propio contenido del microrrelato, pues en otro caso podría haber dado lugar a interpretaciones ambiguas o sesgadas o podría haberse perdido la esencia misma de la pieza.

Y sin más preámbulos, he aquí el microrrelato tal y como quedó tras su redacción definitiva. Se titula:

“Perdón”

Perdón.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Una cama ideal


Lucía tan esplendorosa tras el escaparate que no nos pudimos resistir. Era una cama moderna y de aspecto confortable, del tamaño ideal para nuestro dormitorio.
La trajeron a casa un par de días después, y cuando la vestimos con sus sábanas y su colcha a juego, tenía un aspecto magnífico en el centro de la habitación.
Sin embargo la primera noche no pudimos pegar ojo, sentimos una inquietud inexplicable. Y eso que era comodísima. Pensamos que sería la novedad lo que nos impidió descansar, a veces cuesta acostumbrarse a las cosas nuevas.
La segunda noche ya nos dimos perfecta cuenta de lo que sucedía. Era como si en medio de la oscuridad hubiera una procesión de ojos mirándonos, espiando nuestras desnudeces, tomando nota hasta de los más leves movimientos. Dimos la luz, pero como es lógico no había nadie más allí. Y sin embargo, al apagar de nuevo, esos ojos nos volvieron a rodear, como tenaces voyeurs.
Pudimos haberla devuelto, pero nos había costado tanto dar con ella, que nos la quedamos. Sería cuestión de acostumbrarse a convivir con aquellas miradas entre curiosas y lascivas de todos los transeúntes que la habían contemplado durante meses desde el otro lado del escaparate.
© Juan Ballester
Relato presentado al concurso "Historias de mis muebles" convodo por Globaldecó.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Cuarto menguante


La madre, apoyada en la barandilla de la terraza, fumaba el tercer cigarrillo de la noche.

- ¡Qué hermosa está la luna hoy! -comentó a su esposo, que se encontraba dentro del salón, viendo la televisión a oscuras-. Me parece que hay luna llena ...
Pero el esposo no estaba para bobadas, no tenía humor para contemplar el bello espectáculo que ofrecía la luna enorme y amarilla destacándose sobre los edificios. Estaba pendiente de otro espectáculo, éste bochornoso, que estaba ofreciendo su equipo de fútbol, que ya perdía por tres a cero antes del descanso, y eso que el encuentro era amistoso.
- ¡Imbécil, suelta la pelota ...! Ya te la han quitado otra vez, es que no hay manera de que den dos pases seguidos.
La madre, resignada a soportar esa murga una noche más, seguía fumando y absorbiendo el escaso frescor del ambiente.
- No grites tanto, hombre, que molestas a Carlos.
Carlos, el único hijo del matrimonio, después de pasarse un año entero literalmente tocándose las narices, sólo había conseguido aprobar una en junio, y ahora estaba tratando de recuperar a marchas forzadas el tiempo perdido a base de enclaustrarse en su habitación desde primera hora de la mañana, al parecer estudiando en serio, haciendo sólo una mínima pausa para comer y cenar. Y además, él mismo había decidido quedarse en Madrid durante las vacaciones, con el fin de intentar lo que parecía un milagro: aprobar cinco asignaturas en septiembre.
La madre solía escuchar su monótono recitar a través del tabique. Casi ella misma hubiera podido hablar, de tanto oírlo una y otra vez, de la servidumbre de luces y vistas, o de los modos de extinguirse el usufructo. La verdad es que era un rollo, pobrecillo, y en parte le daba pena tener que dejar a Carlos solo en casa durante dos semanas, mientras ellos disfrutaban -es un decir- de un merecido descanso en la playa.
- ¡Ya está, el cuarto! -protestaba el esposo, revolviéndose furioso en su butaca- ¡Que asco de equipo! Este año bajamos a segunda.
En fin, aquel hombre tosco y vulgar no le dejaba a una ni siquiera disfrutar de esa espléndida noche. Pues él se lo perdía. Mejor entraba a ver qué tal seguía Carlos, por si necesitaba una coca-cola o un café. A este paso se iba a poner enfermo, el pobre hijo.

Los llevó al aeropuerto y les hizo compañía hasta que anunciaron el embarque de los pasajeros con destino a Mallorca. Al salir al exterior, para coger el coche de vuelta a casa, sintió una bofetada de calor y comenzó a sudar de nuevo. Incluso el asfalto estaba pegajoso con esas temperaturas. Menos mal que la autopista estaba prácticamente vacía y no tardó más de veinte minutos.
Muy pronto se dio cuenta de lo deprimente que era su situación. Otros años, aun con algún suspenso, se había ido de vacaciones con sus padres o con los amigos, pero ésta era la primera vez en su vida que se quedaba en Madrid todo el mes de agosto. El asunto de la comida no le preocupaba en exceso, él se amoldaba a cualquier cosa; más bien tenía miedo de la responsabilidad que suponía cuidar de la vivienda, cerrar el gas todas las noches o echar la llave blindada cada vez que se fuera, y por supuesto se le hacía insoportable el saber que no podría hablar con nadie aunque quisiera.
Se encerró en su habitación, con la persiana casi bajada del todo para contener el asfixiante calor que hacía afuera, tratando de olvidarse del silencio que le envolvía, murmurando entre dientes que comete este delito tanto el que se apodera del vehículo para usarlo, como el que poseyéndolo legítimamente hace un uso del vehículo distinto de aquél para el que había sido autorizado por el propietario ...
Hacia las ocho empezó a sentirse un poco mareado. Quizá se debiera al esfuerzo, a la tensión acumulada en las últimas semanas. Tal vez fuera conveniente hacer descansos más a menudo, para no atiborrarse inútilmente de conocimientos. Y el caso es que le apetecía estudiar justamente ahora, lo encontraba todo interesantísimo. La lástima es que durante el curso no había asistido a la mayor parte de las clases y en cambio había malgastado las horas en la cafetería jugando a las cartas.
El teléfono empezó a sonar y esto le sacó momentáneamente de sus cavilaciones. Eran sus padres. Habían llegado bien y el hotel era precioso, con vistas al mar. Sí, él estaba perfectamente, no faltaría más, y sí, tendría cuidado con el gas y las persianas. Hasta luego, adiós.
Le fastidiaba bastante que su madre le siguiera considerando un niño. Después de todo, ya tenía veintitrés años y una poblada barba. Pero ya se sabe, las madres creen que uno nunca se hace mayor, creen que los hijos nunca van a ser capaces de valerse por sí mismos. Y a Carlos le iba a venir bien este aislamiento, mira por donde, para demostrarle a ella y a sí mismo que ya no tenía edad de estar todo el día bajo las faldas de su mamaíta.
Salió a la terraza para coger unos calzoncillos limpios de la cuerda de tender. La apetecía darse una ducha para quitarse la pringue que le producía el sudor. Sobre el edificio de en frente se asomaba ya la luna, hermosa y brillante, casi redonda aunque ligeramente achatada por la parte derecha.

El tiempo empezó a cambiar y los días amanecían cubiertos de nubes. Era probable que hubiese una tormenta y se refrescase un poco el ambiente, pero al final no cayó ni una gota, solamente relámpagos esporádicos. Eso contribuyó a aumentar su malestar, sus ansias de salir a la calle y despejarse la mente de tipos de gravamen o de transparencia fiscal. Aunque todos sus amigos estaban fuera de Madrid, se arregló y se marchó a dar una vuelta; no le apetecía leer ni ver uno de esos partidos de pretemporada tan aburridos, y tampoco era cuestión de quedarse encerrado en casa todo el mes.
Como sus padres no iban a llamar esa noche, podía hacer lo que quisiera sin tener que dar explicaciones. Le apetecía probar algo diferente, y casi sin querer condujo sus pasos hacia la zona de los clubs nocturnos. Un letrero luminoso anunciaba un top-less de aspecto tentador. En realidad nunca había estado en un lugar semejante, y entró convencido de que la novedad aliviaría su tensión nerviosa y su recién estrenada soledad.
Volvió a las cinco de la madrugada, caminando, bastante borracho y con la garganta destrozada de tanto fumar y beber. Apenas llegó a su habitación, se dejó caer sobre la cama, mientras todo le daba vueltas. "Es curioso -se dijo- giro en el sentido de las manecillas del reloj". No podía dormirse, bien fuera porque recordaba aún a aquella sirena enfundada en un provocativo body que se le había arrimado nada más acercarse a la barra, bien por el calor y la intoxicación etílica a la que no estaba acostumbrado. De cuando en cuando abría los ojos y sentía que las paredes se le venían encima, como si quisieran aplastarle. Y tenía que cerrarlos de nuevo, porque así se le pasaban un poco las ganas de vomitar.
Se levantó tardísimo. Le dolía la cabeza, y al mirar por la ventana vio que la mañana había amanecido gris una vez más. Entonces se arrepintió de su aventura nocturna: no sólo no tenía ganas de estudiar, sino que además se sentía destemplado, para no hablar de los mil duros que se le habían esfumado de una forma tan estúpida.
Se incorporó y se metió al cuarto de baño. La ducha le alivió un poco, pero definitivamente no se sentía bien. Ni siquiera la aspirina sirvió de mucho. Trató de retornar a su hábito de estudio, e incluso abrió los apuntes y el manual de derecho Administrativo, pero no lograba concentrarse en el tema, por mucho que leyera y releyera no era capaz de interesarse por las funciones del Gobernador Civil. Cualquier cosa le distraía, desde el vuelo de una mosca hasta el ruido de un motor, incluso las volutas de humo que ascendían hacia el techo. Por cierto, que se acordó de la canción de Serrat, porque al suyo también le hacía falta una mano de pintura. Bueno, pues sí, se quedaría oyendo música tranquilamente, al menos eso le relajaría.
Puso un disco de Silvio Rodríguez y encendió un cigarrillo. Le gustaba escuchar música sentado en la mecedora y mirando por la ventana al edificio de en frente y a esos pinos confinados en su trocito de césped. A lo lejos, unas nubes moradas amenazaban con descargar un aguacero, pero no tenía muchas esperanzas de que fuese así. Hubiera preferido una tarde soleada, aun a costa de pasar un poco más de calor, porque solía contagiarse del estado atmosférico, y los nubarrones le entristecían especialmente.
Sintió un pinchazo dentro de la cabeza, a la altura de la sien, e incluso le dio un vahído. Debía tener jaqueca. Se tumbó sobre la colcha, cerrando los ojos, dejándose llevar por las armoniosas notas de la canción que hablaba de la damisela soledad con pamela, impertinentes y botón.

Después de cenar se sintió mejor y estuvo repasando el Derecho Penal hasta aproximadamente la una, pero le venció la fatiga y se quedó dormido apoyado en el tablero de su mesa. Soñó que llegaba el día de los exámenes y que le hacían unas preguntas rarísimas, que nada tenían que ver con el programa de sus asignaturas, si bien los otros estudiantes no parecían sorprendidos, puesto que estaban llenando folios y folios, todos menos él, y para colmo los profesores le miraban con una expresión de conmiseración. Empezó a sudar, a sentir vergüenza, a desear que se lo tragase la tierra.
Se despertó muy agitado. Efectivamente, estaba empapado en sudor, y es que no corría un pelo de aire. Creyó percibir una presencia extraña en la habitación, aunque probablemente sería fruto de la pesadilla. Se asomó a la ventana y descubrió con sorpresa que las nubes habían desaparecido, al menos momentáneamente, y sus ojos se fueron a posar en esa luna menguante que parecía espiarle desde lo alto de la noche estrellada.
Los días subsiguientes no supusieron cambios apreciables. Se mostraba bastante desganado, apático, y apenas si podía concentrarse en sus estudios. De nada le servía salir a caminar, porque al llegar a casa la sensación de malestar era aún mayor. Sus padres telefonearon un par de veces más, pero Carlos no mencionó para nada sus problemillas físicos. Hubiera sido preocuparles innecesariamente, hubiera sido darle la razón a su madre cuando decía que cómo se iba a arreglar él solo tantos días.
Probó a ponerse a estudiar en otra parte de la casa, pero la idea no funcionó porque a cada momento tenía que estar levantándose para ir a buscar el código o el manual de turno. En su cuarto lo tenía todo mejor organizado, cada cosa en su sitio, e incluso tenía perfectamente delimitada la orientación de la silla y la altura de la mesa. En las otras habitaciones, sin embargo, el asiento le resultaba muy alto o muy bajo, y había mucha luz o demasiado poca. No había forma de sentirse cómodo. Él lo achacaba a las altísimas temperaturas -el termómetro marcaba treinta y ocho grados-, o a la alimentación deficiente, o sobre todo a la falta de motivación. Pero en fin, la finalidad del justiprecio es indemnizar al expropiado en cuantía suficiente para adquirir otro bien análogo al que se le priva por la expropiación, sin menoscabo injusto pero también sin enriquecimiento indebido...

No, definitivamente no se comería la tortilla. Lo había intentado, para que no dijeran, pero se había pasado al calcular la cantidad de aceite y acabó tirándola por el retrete y echando mano una noche más del embutido. Le faltaba práctica, eso era todo, y probablemente al día siguiente le saldría mejor, aunque tuviera que hacer de ello una cuestión de amor propio.
Por fin había llovido por la tarde y la temperatura era más agradable. En cambio, su dolor de cabeza no había remitido, y se agudizaba cada vez que se decidía a estudiar un rato. En una semana, prácticamente no había avanzado nada, sino más bien al contrario. La mayor parte del tiempo lo pasaba dándole chupadas a la pipa, sin pensar en nada o como mucho pensando en la playa, mirando al techo. Observó una pequeña grieta en la pared; debía ser reciente porque le hubiera llamado la atención de haber existido antes, bueno era Carlos para no fijarse en esos detalles. A buen seguro sería por culpa del vecino de arriba, que tenía un almacén de antigüedades y con tanto peso estaría sobrecargando en exceso alguna junta de dilatación del edificio. Deberían llamarle la atención un día de éstos antes de que echase la casa abajo.
Ya había anochecido cuando llamaron sus padres. Carlos les contó que más o menos se apañaba bien y que estaba estudiando bastante, qué otra cosa podía decirles, cómo ponerles al corriente de su constante dolor de cabeza, de su desgana, de sus penosas experiencias culinarias. Total, ya sólo faltaban tres días para que regresaran.
Estuvo levantado hasta muy tarde, viendo ¡al fin! una buena película en televisión, y más tarde en compañía del Derecho Internacional. Antes de acostarse, examinó de nuevo la grieta que había localizado poco antes, y cuál fue su sorpresa al ver que se había abierto unos tres centímetros. Al ponerse en pie, rozó la lámpara con la cabeza y ya no tuvo dudas de que el techo estaba hundido, porque podía tocarlo con las yemas de los dedos sin necesidad de ponerse de puntillas. Y al salir al pasillo tropezó con un pequeño desnivel que se había formado justo en el límite de la puerta, que desde luego antes no existía. No cabía duda de que su habitación estaba encogiendo por alguna desconocida razón, de que el techo, el suelo y las paredes avanzaban hacia el centro, dejando cada vez menos espacio libre en su interior.
Cualquiera era el guapo que ahora se acostaba allí, con esa amenaza cerniéndose sobre su cabeza, con esos crujidos perfectamente audibles provocados por el corrimiento de los muros. Y lo más insólito era que el resto de la vivienda mantenía aparentemente su estructura intacta. En la habitación contigua no se apreciaba la necesaria ampliación que el desplazamiento del tabique hubiera debido producir, de manera que fuera de aquel recinto podía sentirse seguro.
Hubiera debido pedir ayuda, porque la anomalía era lo suficientemente grave como para movilizar a un ejército entero e incluso a la prensa gráfica, pero pensó lo más importante era de momento desalojar la habitación. A lo mejor incluso podía resolverlo sin necesidad de molestar a nadie. Al fin y al cabo no estaba en peligro la seguridad del edificio, aparte de que a las tres y pico de la madrugada no eran horas para sacar a nadie de la cama. Y en cuanto a sus padres, tampoco hubieran podido resolver nada desde tantos cientos de kilómetros de distancia. En cualquier caso, siempre tendría tiempo de pedir auxilio si la situación empeoraba.
Empezó a evacuar como pudo todo el mobiliario y enseres de la habitación menguante. Primeramente lo menudo; los objetos personales o valiosos, los apuntes y el material de estudio quedaron pronto esparcidos por el resto de la casa. Luego le tocó el turno al equipo de música, que le llevó más tiempo porque antes tuvo que desconectar la maraña de cables e ir transportando sus componentes uno por uno. A continuación, procedió con los libros, era increíble la cantidad de ellos que cabían en la estantería, y comprobó con horror que los de la fila superior ya no los podía rescatar porque estaban apresados por el techo. A cada movimiento miraba hacia lo alto, temiendo que todo aquello se desmoronase bruscamente.
Ahora sudaba de una forma un tanto excesiva, y no precisamente por efecto del calor, pues la noche era relativamente agradable, sino debido al pavor y a la angustia que se había apoderado de él. Fue imposible mover las sillas, porque las patas ya habían quedado sepultadas bajo el parquet, y lo mismo sucedió con la mesa y la cama. Entonces se decidió a telefonear a los bomberos y a protección civil, y se apresuró a desalojar el ropero, salvando lo que buenamente se pudiera. Era una tarea difícil, porque sus pies se hundían a cada paso en la solidez del suelo que se elevaba, pero aún así logró rescatar las camisas, los pantalones, los zapatos y un par de trajes. Todavía quedaba la pequeña estantería con sus discos, cómo dejarlos allí a merced de esa brutalidad, debía intentar ponerlos a salvo. El ruido de las paredes era ensordecedor, como gritos lastimeros o como el mugido de cien vacas degolladas. Aún le daría tiempo a hacer un par de viajes más si se daba prisa, de modo que se encaramó al escalón que se había formado a la entrada de su cuarto y saltó hacia adentro. Trató de ir a gatas para no chocarse contra el techo, pero de esa forma se hundía más fácilmente, mientras que si permanecía de pie, aun sepultado hasta la cintura dentro del suelo y sorteando los tocones de madera que era lo único que quedaba visible de las sillas, podría llegar hasta allá. E incluso le quedaba la ventana como último recurso, esa pequeña vía de escape a través de la cual se destacaba sobre el horizonte un ínfimo fragmento de la luna menguante.

© Juan Ballester

martes, 20 de octubre de 2009

El doble

Al subir al autobús, Juan Torres (que por cierto trabajaba en una Notaría) se quedó como paralizado, perplejo, sin poder dar crédito a lo que estaba viendo. Aquel sujeto que se sentaba en el último asiento era igualito que él: el mismo color de pelo, la misma nariz, la misma boca, los mismos ojos. Hasta iba vestido de la misma forma, con un traje azul. Se aproximó hasta él, casualmente el asiento contiguo estaba vacío, y no pudo evitar dejar de mirarle durante todo el trayecto. No se atrevió a decirle nada, tan sor­pren­dido estaba. ¡Cuando lo contase mañana a sus compañeros seguro que no le creerían! El otro individuo, sin embargo, no le prestaba atención, aún no se había percatado del asombroso parecido entre ambos.
Para mayor coincidencia, bajaron en la misma parada. Entonces, el otro se dio cuenta de que alguien le miraba con mucha atención, con descarado interés.
‑ Esto es sorprendente, ¿no le parece? ‑dijo nuestro hombre.
‑ ¿El qué es sorprendente? ‑replicó el otro.
‑ Nuestro parecido físico, nuestras ropas ... ‑Juan Torres le miraba de arriba abajo para explicárselo‑. Parecemos dos gotas de agua. Si no fuese porque es imposible, se diría que somos la misma persona. Nunca creí que tuviese un doble.
‑ Bah ‑señaló el otro, un poco malhumorado‑ el doble lo será usted. Yo me llamo Juan Torres, y trabajo en una Notaría no lejos de aquí. Y ahora, si tiene la bondad, no me moleste más que llevo mucha prisa.

© Juan Ballester

jueves, 17 de septiembre de 2009

Ciclo de la cartera

Esta historia debería haber sucedido mucho antes, tal vez años atrás, cuando podía asistirse aún a lo sobrenatural, cuando los prodigios y milagros se repetían con excesiva frecuencia, motivados sobre todo por la incredulidad de las gentes, y no una tarde del año mil novecientos nosecuántos, en el rellano de la escalera de un bloque de apartamentos en las afueras de una capital de provincias, porque en pleno siglo veinte parece cosa de risa pretender que se produzca lo inverosímil, pero en fin, allá cada cual con sus prejuicios. Dejemos que la pluma se deslice sobre las hojas de papel (y ni siquiera la pluma es ya objeto corriente, más bien debería decir el teclado del ordenador) y que esboce la historia fantástica que pudo haber sido y por desgracia no sucedió nunca.
Echemos un vistazo al bloque de apartamentos en cuestión. Vemos acercarse a un joven, bien vestido, de aspecto corriente, que realiza el rutinario ceremonial de abrir el buzón y recoger la correspondencia. Imaginémosle llamando al ascensor, examinando todos aquellos papelotes que anuncian las delicias de un apartamento en multipropiedad, o el arreglo instantáneo de un televisor, o la patética imagen de unos niños viviendo en condiciones lamentables en cualquier punto del Tercer Mundo. Imaginémosle abriendo un extracto bancario mientras hace girar la llave en la cerradura de su casa, despojarse de la chaqueta, ponerse las zapatillas y dejar la bolsa con la pizza en la mesa de la cocina. Fijémonos cómo en su mano ya sólo queda una carta sin abrir, la carta de un amigo a quien hace un par de años que no ha vuelto a ver, pero que sigue siendo su mejor amigo a pesar de la distancia.
Tratemos de imaginar su sorpresa y a la vez su alegría ante tan inesperada novedad, sentémonos con él en la butaca del salón y dispongámonos a leer esa voluminosa epístola.
El matasellos es de Barcelona, y la carta está escrita a mano por el propio Sebastián ‑ que así parece llamarse el remitente. En un alarde de memoria podríamos transcribir literalmente su contenido, pero quizá contiene algunos aspectos un tanto domésticos que no nos interesarían demasiado en estos momentos, aparte que nos llevaría tres cuartos de hora largos, de modo que parece más prudente hacer un resumen de lo sustancial, dado que además el escrito no presenta muchos méritos desde el punto de vista literario.
Habría que decir primero, para ponernos en antecedentes, que el tal Sebastián y nuestro joven fueron compañeros de Facultad, y cuando acabaron sus estudios hicieron algunos proyectos juntos, que no llegaron a cuajar debido a la incierta situación económica que se les planteaba. Así que acabaron por preparar oposiciones, él al cuerpo de Inspectores de Hacienda, y Sebastián a Notarías, con idéntico resultado en ambos casos: ninguno de ellos alcanzó el envidiable status que se proponía. A partir de ahí se perdieron un poco la pista, porque nuestro hombre había emigrado a otra ciudad en busca de trabajo. Parece ser que Sebastián se había colocado en una agencia de publicidad, y estaba forrado, la verdad, mientras que su amigo ‑ pongámosle nombre de una vez, llamémosle Ramón por ejemplo ‑ había montado una Gestoría con la que iba saliendo adelante.
Tanto uno como otro se habían quedado solteros, por el momento. En el caso de Sebastián, fue debido a esas paradojas del destino, ya que había salido con un montón de chicas estupendas pero las había ido rechazando a todas debido a que era demasiado exigente, y al final parecía abocado a quedarse solo. En cambio, Ramón era todo lo contrario, cualquier chica le hubiera parecido bien, pero era tan torpe y despistado que jamás había tenido la suerte de elegir a la candidata idónea. Y ya se había hecho a la idea, y se consolaba pensando en la cantidad de casos de separaciones y divorcios que conocía.
Pero en fin, hora será de que pasemos a extractar lo que dice esa misteriosa carta que sostiene Ramón entre sus manos. En ella late una atmósfera de desolación, de desencanto, como si fuese una especie de testamento o una confesión de algo muy grave. Y es que Sebastián le suelta a bocajarro en el primer párrafo que está muriéndose, que padece un cáncer de páncreas en tan avanzado estado que ni merece la pena tomar medicación o tratar de operarse. Y sin embargo, parece resignado a pasar lo menos mal posible esos escasos meses o quién sabe si días que aún le restan de vida. Ya apenas se levanta de la cama y por supuesto no sale a la calle, por eso tiene todo el tiempo del mundo para escribir cuando los malditos dolores le dejan tranquilo por un rato.
Pudiera pensarse que aquella misiva tiene por finalidad despedirse de un buen compañero o recordar los buenos momentos de antaño, pero en realidad no es así, porque ante un trance tan grave Sebastián parece quitarle importancia a la cosa y hablar de temas banales, de anécdotas sin sentido, y más tarde de fenómenos anormales. Resulta desconcertante que el motivo principal de su comunicación sea ponerle al corriente de una historia absurda e increíble, contarle una especie de suceso misterioso producto probablemente del delirio de un moribundo o de la fantasía de una persona que no tiene otra cosa que hacer sino esperar el fatal desenlace.
Ramón no sabe si arrojar al suelo aquellas tristes cuartillas o seguir adelante con tan disparatada narración. La noticia de la inminente pérdida de un amigo le ha dejado como aplastado, perplejo, y no tiene humor para escuchar esas batallitas a las que tan aficionado es su amigo. Pero por respeto hacia los lectores nosotros optaremos por esto último, aunque sin pronunciarnos acerca de su veracidad, que por otra parte nunca podríamos probar como luego se verá.
Parece ser que Sebastián se ha agenciado unos meses antes una billetera que por lo visto posee extrañas propiedades, que había descubierto por casualidad, según dice. Es una cartera de piel, bastante deteriorada, que encontró junto a una acera, debajo de un coche. Su primera reacción fue cogerla y sobre todo mirar si estaba vacía, pero por fortuna contenía un billete, así que rápidamente se la echó al bolsillo y siguió su marcha con disimulo, no fuera a ser que alguien la reclamara.

Una vez en casa, la examinó y le pareció lo suficientemente vieja como para no merecer la pena conservarla, de modo que la echó a la basura. Una media hora después llamaron a la puerta y pudo ver por la mirilla a un tipo de aspecto nada recomendable esperando a que abriera. Parecía un gitano y al principio lo tomó por un mendigo. Como vivía solo, decidió no abrir, creyendo que el desconocido acabaría por cansarse. Pero todo lo contrario, el individuo aquel insistió en sus timbrazos una y otra vez, rogándole que abriera. Sebastián estaba decidido a llamar a la policía cuando oyó al sujeto reclamarle la cartera que se había encontrado. Entonces dedujo que se trataba de su dueño y que le había visto cogerla. Sin duda le harían mucha falta las mil pesetas, de forma que se calmó un poco y desenganchó la cadena de seguridad.
Se entabló un diálogo un tanto violento, que trataremos de sintetizar aquí, aun a sabiendas de que somos un simple cronista de un suceso para colmo jamás acontecido.
‑ Disculpe, yo no sabía que fuese suya ...
‑ No se preocupe, me hago cargo. Se me cayó sin darme cuenta y luego le vi cogerla.
‑ Pero pase, por favor, no se quede ahí fuera ...
‑ No, sólo será un minuto, no quisiera entretenerle.
‑ Bueno, como quiera. Aquí tiene el dinero.
‑ No, lo que yo busco es la cartera. El dinero es lo de menos.
‑ ¿La cartera? ¡Si está tan vieja!
‑ Sí, pero la tengo cariño. Ya sé que no vale nada, pero me daría rabia perderla.
Fue entonces cuando Sebastián volvió al cubo de la basura y la sacó de allí, y al hacerlo, por pura rutina, sus ojos se posaron en el compartimento interior, observando con sorpresa que quedaba otro billete dentro.
‑ ¡Qué extraño! ‑ le dijo al visitante desconocido ‑ Cuando la tiré estaba vacía. Yo mismo cogí las mil pesetas que contenía.
El otro le miró con una expresión de rabia contenida, como un colegial que es pillado en falta por el maestro. Enmudeció durante unos segundos, y al final su semblante se iluminó.
‑ Bueno, ¿por qué no? Voy a contárselo. Quizá podamos hacer un buen negocio usted y yo.
Y así fue como el hombrecito se adentró hasta el salón y le desveló los secretos de tan singular objeto, que procuraremos reproducir entresa­cándolo de la lectura que está haciendo Ramón.
Según el que llamaremos gitano para entendernos, la cartera poseía ciertas peculiaridades, o por mejor decir, era capaz de generar dinero por sí sola. Cuando alguien se hacía con ella, ya fuera de forma legal o por medios ilícitos ‑léase robo‑, se ponía en marcha no sé qué mecanismo interno de modo que al mirar dentro aparecían tantos billetes de mil como días se había poseído. El único inconveniente era que cada propietario sólo podía disfrutar de aquel prodigio una sola vez. En cuanto se abría la billetera y se extraía su contenido, poco o mucho, ya no servía de nada repetirlo, ni conservarla, había que hacerla cambiar de manos.
El gitano le hizo una demostración práctica; le devolvió la cartera a Sebastián, que al abrirla encontró un nuevo billete en sus entrañas, y después se la quitó, de tal forma que el prodigio volvió a repetirse, y así hasta cinco veces cada uno. Al finalizar la sesión, habían reunido una fan­tástica suma.
Hasta entonces, el gitano había actuado solo, utilizando un sistema no exento de riesgos: perder la cartera y esperar a que alguien la cogiera, reclamársela después y volver a perderla, y así sucesivamente. Pero muchas veces había tenido problemas, porque el descubridor no accedía a dársela, o no lograba darle alcance, y entonces no quedaba más remedio que seguirle y robarle. En el metro o en el autobús era sencillo para él, lo malo era cuando el otro echaba a andar calle adelante, entre la multitud, o se metía en un portal. Cierto que había tenido un socio, una especie de ayudante que colaboraba con él en la siempre complicada tarea de seguir la pista al accidental poseedor, pero acabaron a navajazos con motivo de una disputa y nunca más volvieron a verse.
Y en fin, así fue como Sebastián se hizo con un dinero fácil y rápido, que se esfumó con la misma celeridad con que lo conseguía. Se compró un deportivo, se fue a vivir a un chalet en una zona residencial y dilapidó una auténtica fortuna con mujeres de mala vida. Y su circunstancial aliado no le fue a la zaga, por supuesto, aunque éste tenía otras miras, era un mal tipo y llevaba muy arraigado el estigma del delito. Hasta que un buen día lo detuvieron por trata de blancas y Sebastián se libró de aquel escándalo por los pelos, y, claro está, se le terminó la gallina de los huevos de oro.
Desde entonces, había conservado la cartera, pero ya estaba muy en­fermo y no tenía sentido seguir amasando una fortuna que estaba con­de­nada a irse a la tumba con él. Y por eso le escribía a Ramón, porque era un buen amigo y tal vez podría sacar provecho de ella si se buscaba el com­pañero adecuado.
Dejemos a Ramón digerir tan singular ofrecimiento, tan insólita aven­tura, y permitamos que su pensamiento se concentre en el dolor por el amigo que va a abandonar este valle de lágrimas. Tiempo tendrá de meditar sobre los pormenores del otro asunto. Lo primero es comer, aunque cómo podría pensar en comer si se le ha formado una pelota en el estómago y la pizza ya estará fría.
Alcanza el auricular del teléfono e indaga en información el número de Sebastián a través de la dirección que figura en el remite. Sus pesquisas obtienen fruto y de inmediato hace una tentativa de hablar con él. Un pitido, dos, tres, hasta siete. Va a colgar, aunque la inercia le hace quedarse así, pegado al receptor. Súbitamente oye un chasquido y una voz al otro lado del hilo. Es Sebastián.
Hay un silencio tenso en la conversación, una rigidez mortal. Sobran las explicaciones y las palabras de ánimo; ambos saben que no se volverán a ver probablemente, que el enfermo hace un esfuerzo sobrehumano por articular esas sílabas entrecortadas. Ramón no quiere fatigarle, ni hundirle en la depresión. Resuelto a darlo todo por él, le promete ponerse de camino inmediatamente, asistirle en lo que pueda, acompañarle al hospital donde estará mejor atendido que entre aquellas cuatro paredes, pero a Sebastián no parece agradarle la idea, no quiere que nadie vea su cuerpo consumido ni su agonía desesperada.
Esa noche toma el primer avión. Está demasiado afectado como para meterse en carretera, y lo único que le ocupa la mente durante el trayecto es la salud de su amigo, ni por un momento se acuerda de la historia de la billetera, tal vez porque desde el principio lo ha tomado por una chaladura, por una aberración mental de un moribundo.
Encuentra la casa, que desde luego es acorde con la clase de vida que Sebastián dice haber llevado durante los últimos dos años. La puerta no está cerrada con llave, fruto de la despreocupación en que se halla su amigo. En una de las habitaciones, en penumbra como el resto de la vivienda, logra divisar un bulto tendido sobre la cama, el cadáver viviente de Sebastián, que le mira con expresión de angustia.
Su estado es mucho más grave de lo que temía, con seguridad le queda menos de una semana, tal vez unas pocas horas. Ramón enciende una lamparilla, que ilumina débilmente la estancia. Sobre la mesita, una botella de agua y un álbum de fotos son toda la compañía de aquel pobre diablo, todo lo que necesita en el último trance. Apenas consigue reconocer al recién llegado, y eso que Ramón ha cambiado poco en todos estos años.
Trata de poner un poco de alegría en aquel cuarto, de arreglar siquiera sea ligeramente su aspecto. Pero la depresión también se apodera de él. Finalmente, su vista se detiene sobre la billetera que reposa en la mesa del otro extremo de la habitación.
‑ Así que ésta es la famosa cartera de la que me hablabas en tu carta ‑ le dice, tratando de llevar la conversación por otros derroteros.
‑ Cógela ... ‑ consigue articular Sebastián.
Ramón la coge y encuentra en su interior el billete.
‑ ¡No cambiarás nunca! Tú y tus bromas ‑ comenta ‑. Has puesto el dinero dentro y todo.
‑ Guárdatelo. Y ahora, trae.
Ramón se la pasa y Sebastián la aferra con sus débiles manos. Al abrirla, un nuevo billete surge del compartimento milagroso.
‑ ¿Creías que era guasa, eh? Pues ahí lo tienes. Toma.
Ramón repite el juego. No, no hay truco, parece que el otro habla en serio.
‑ Llévatela cuando todo haya terminado ... ‑ son las últimas palabras de Sebastián, que, agotado por el esfuerzo, cae en una crisis de la que ya no se recuperará.
Dos días más tarde, vuela de regreso hacia su ciudad, llevando consigo el precioso tesoro. Claro que, en realidad qué puede importarle la billetera por muy valiosa que fuese. Tiene grabada aún la imagen de ese espectro que un día fue Sebastián, de ese amigo que había acudido a él en sus últimos momentos.
Al llegar a su hogar de nuevo, echa mano instintivamente al bolsillo de su americana. Allí se ha guardado la cartera cuando se llevaron el cadáver, pero ¡ha desaparecido! Tal vez la ha puesto en el otro bolsillo, en el de la izquierda, pero tampoco la encuentra.
Será una tontería, mas lo cierto es que se pone nervioso. Quizá tenga un agujero en el forro o algo así, o a lo mejor la lleva en la otra americana, la que va en la maleta. El caso es que la busca infructuosamente y llega a la conclusión de que la ha perdido o que se la han robado. Ahora recuerda que en el avión se ha despojado de la chaqueta para estar más cómodo, y tal vez entonces se le haya caído al suelo.
En fin, dejémosle en su desesperación, ahora doble, y volvamos al aeropuerto. A la azafata que está haciendo la revisión rutinaria le ha sor­prendido el hallazgo, máxime teniendo en cuenta que la cartera no contiene documentos que permitan identificar a su propietario. Y claro, qué va a hacer la chica sino guardarse el dinero, total mil pesetas no son nada, así que la deposita en la bolsa de basura azul junto con el resto de los desper­dicios generados durante el viaje.
La señora de la limpieza la ve cuando vacía la bolsa en el gran con­te­nedor negro, y en un rasgo característico de la especie humana, mira en su interior por si hubiera algo. ¡Qué suerte, se ha quedado un billete adherido a uno de los compartimentos! Aunque la cartera está muy estropeada, la mete en el bolsillo de la bata, y se marcha con el resto de sus compañeras.
Al día siguiente, cuando llegan de nuevo, se dirige a la habitación donde se guarda el material de limpieza, y por error una de las otras empleadas ha cogido su uniforme, como son casi iguales, de forma que no vuelve a acordarse del tema. En cambio, la que se lo ha puesto no tarda en darse cuenta de que allí hay algo y menuda sorpresa se lleva cuando descubre su contenido.
Durante varios días se repite el prodigio, aunque sólo una de las mujeres comenta como de pasada que se ha encontrado dinero, y cuando a la del primer día se le ocurre relacionar los hallazgos de sus compañeras con el suyo, ya es demasiado tarde, porque la cartera ya descansa en la máquina trituradora.
Pero si pensáis que aquí se termina la historia, estáis muy equivocados. El camión en cuyas entrañas yace el infeliz trozo de cuero descarga su detritus en el vertedero municipal, y si alguien tuviera la curiosidad de meter sus narices allí dentro vería que, aunque muy deteriorada, todavía conserva su fisonomía. A buen seguro en su interior guarda alguna sorpresa. Pero claro, mezclada con toda aquella basura, es imposible que ningún ser humano la localice. ¿Quién puede meterse a hurgar entre los desperdicios? Pues claro que sí, un perro que la atrapa con sus dientes y la zarandea, dispuesto a jugar un rato con ella. Le vemos alejarse del lugar, rumbo a una chabola, y abandonarla por los alrededores. Ahora se acerca una mujer, la coge, mira en su interior y a punto está de desmayarse: contiene casi veinte mil pesetas, más de lo que saca ella vendiendo cartones en un mes. La arroja hacia el campo de nuevo, y el perrillo vuelve a apoderarse de ese juguete y se aleja corriendo. No tardará en cansarse y en soltarla en algún otro lugar, y así sucesivamente.
Y quizá algún día de estos, unos chavales se entretengan haciendo una hoguera no lejos de allí. ¡Qué estupendo sería si uno de ellos, en su afán de alimentar el fuego con cualquier cosa, encuentra la cartera, saca el dinero y la lanza contra las llamas! Imaginad qué bien arderá, cómo se elevará el humo hacia el cielo, qué luz desprenderá el billete de mil que arde en su interior.

© Juan Ballester

jueves, 10 de septiembre de 2009

El gilipollas

-Pase por aquí, por favor -le indicó la enfermera.
El doctor, sentado tras la mesa, levantó la mirada por encima de las gafas de concha al entrar el paciente.
-Siéntese, señor Robles. Ya tenemos el resultado de las pruebas.
Hubo un silencio tenso. El doctor garrapateaba una especie de informe con su gruesa pluma de escribir. Al fin se dobló hacia atrás en su butaca y se desperezó con disimulo.
-He estado estudiando los análisis, la resonancia magnética, el TAC y las pruebas de metabolismo. El diagnóstico es claro: Es usted gilipollas.
-¿Cómo? –el tal Robles creía no haber escuchado bien.
-Sí, que es usted un gilipollas. Tiene todos los síntomas de la enfermedad.
-Pero, ¿cómo va a ser…? –Robles no sabía ni qué decir.
-A ver, dígame una cosa. Imagínese que va por la calle y se encuentra una cartera con un fajo de billetes y con la dirección del propietario. Usted, ¿qué haría?
-Pues devolvérselo –contestó Robles sin titubear.
-¡Menudo gilipollas! –sentenció el médico-. ¿Y si un listillo se cuela delante de sus narices en la cola de un cine, o para entrar a una exposición? ¿Qué le diría?
-Pues nada. Allá él con su conciencia.
-Es usted gilipollas, Robles. ¿Lo está viendo? Y dígame, si un desconocido le dice un piropo a su esposa yendo del brazo con usted, ¿cómo reaccionaría?
-Pues me pondría muy contento de estar casado con una mujer tan bella y atractiva.
-¡Sin remedio! –el doctor parecía confirmar sus peores augurios y movía la cabeza hacia ambos lados- Y ya la última, si un día, al llegar a casa, encuentra a su esposa en la cama con otro, ¿cómo lo solucionaría? Haciendo sangre, ¿no?
-¿Sangre? ¿Cómo que sangre? ¡Qué va! Imagino que trataría de averiguar quién es ese tipo y por qué estaba allí.
-¡Gilipollas total, no hay duda! Si los análisis nunca fallan… Lo suyo es grave, Robles, es uno de los cuadros clínicos más severos que se me han planteado –el doctor hizo una pequeña pausa, y a renglón seguido, añadió- Y lo peor es que no existe tra­ta­­miento conocido contra eso, porque es algo que se lleva en los genes, que se trans­mite de padres a hijos.
Nuevamente se hizo el silencio en el despacho.
-Pues vaya, si que está mal la cosa…
-Resignación, Robles, resignación, y ponerse en manos de la providencia. Es lo único que se puede hacer ya.
El doctor apretó el interfono y llamó a la enfermera.
-Nieves, prepare el dossier completo de Saturnino Robles. –y dirigiéndose al pa­ciente- Antes de irse, pase por Administración para que le comuniquen los hono­rarios.
Robles dejó escapar un silbido de indignación cuando le presentaron la factura. ¡Tres mil quinientos euros! Eso era un robo…
-Lo siento, señor Robles –dijo la empleada-, pero es la tarifa oficial para gilipollas como usted. Buenas tardes.
Dicho lo cual se dio media vuelta y descolgó el teléfono que estaba sonando insis­ten­temente.

© Juan Ballester

lunes, 17 de agosto de 2009

La belleza efímera

Amanece. Por el horizonte se deshilachan los primeros rayos de claridad, que resbalan sobre un océano en calma.
En la playa, las olas van llegando con su ritmo monótono, creando un rumor sordo y relajante.
En la distancia, un extraño barco continúa varado a consecuencia de la feroz tempestad que se ha desencadenado apenas hace unas horas.
Toda la tripulación ha conseguido ponerse a salvo, pero la mercancía se ha echado a perder; imposible recuperarla sin arriesgar vidas humanas, un precio sin duda demasiado alto para un cargamento de escasa importancia.
Resulta una visión casi fantasmagórica ver aquel barco semihundido en las aguas de la bahía, agonizando, elevando aún la proa en un intento estéril por mantenerse a flote.
Una marea oscura va cubriendo las aguas y se acerca poco a poco a la orilla, en lo que sin duda será una catástrofe ecológica más.
Algunos curiosos contemplan impotentes cómo aquella lengua negruzca se va extendiendo por la costa, sin que se pueda hacer nada por detenerla.
Muy pronto el viento comienza a arreciar de nuevo y el oleaje se torna más fuerte, como si la mar se enfureciese ante aquella nueva desgracia.
Atónitos los lugareños contemplan cómo las olas oscuras comienzan a llegar una tras otra a la orilla, tiñendo la arena de tragedia.

Y entonces sucede el milagro.

Esas olas cargadas de tinta depositan su contenido sobre la arena en donde se dibujan formas caprichosas que se asemejan a letras.
Y esas letras se engarzan entre sí, se entrelazan, se combinan de modo inverosímil y surgen palabras.
Palabras que más tarde se convierten en versos, en hermosos y efímeros versos que cada ola va depositando sobre la suave superficie de la arena.
Y esos versos caprichosos se ordenan en estrofas hasta formar un poema, el más hermoso poema que jamás se haya escrito, que jamás ojo alguno haya leído, que jamás lengua alguna haya recitado.

© Juan Ballester


lunes, 10 de agosto de 2009

La fábrica



Nunca he podido vencer cierta debilidad que siento desde que era niño, y es la de abrir puertas o ventanas, cajones o correspondencia que no han sido hechos para mí. Reconozco que soy un curioso, pero me encanta fisgar en aquello que no me importa.
En cierta ocasión, paseando por una zona suburbial de la ciudad, encontré una vieja fábrica abandonada, con una gran verja gris oxidada por el paso del tiempo. Me llamó poderosamente la atención el edificio, debo confesarlo, porque nunca hasta entonces había reparado en él a pesar de que transitaba a menudo por esa zona. Empujé la gran puerta, pero en vano; estaba cerrada con llave y no se usaba desde Dios sabe cuándo.
Rodeé aquellos muros de aspecto bastante tétrico, a la espera quizá de hallar otra entrada más accesible. Descubrí en la parte trasera una ventana a baja altura, con los cristales rotos. El interior estaba muy oscuro.
Mi curiosidad, una vez más, pudo más que yo y, casi sin quererlo, me encaramé hasta ella y salté hacia adentro. Ante mi estupor, cuando atravesé el ventanal me encontraba nuevamente en la calle frente a la ventana que acababa de traspasar. Me froté los ojos, sin comprender el fenómeno, y comprobé que no soñaba, que era la misma fábrica.
Volví a circundar el edificio para cerciorarme de que no había error, y decidí repetir el salto. Lo hice y ... volví a encontrarme en la acera, junto a la ventana.
Pensé que todo aquello era absurdo y busqué otra táctica. Ahora, en lugar de saltar al otro lado, me senté a horcajadas sobre el hueco de la ventana, con una pierna a cada lado del muro.
Entonces, como si se tratase de un extraño hechizo, desaparecimos la fábrica, la ventana, la calle y yo mismo, y desde entonces tengo el convencimiento de que he muerto.
© Juan Ballester

martes, 4 de agosto de 2009

Con freno y marcha atrás

Relato basado en la celebérrima comedia de Jardiel Poncela “Cuatro corazones con freno y marcha atrás”.
Lo presenté a un certamen denominado “Amor en el tiempo”, y que estaba limitado a un máximo de 400 palabras.


Valentina, en el fondo me alegro de lo que sucedió aquella remota tarde de hace ya once décadas, cuando Ceferino nos dio a beber las sales que habrían de proporcionarnos la eterna juventud. Reconócelo, el doctor Bremón es un genio, pero ninguno de los otros cuatro que participamos de aquello creíamos en la eficacia de su revolucionario descubrimiento. Pero ya lo ves, aquí seguimos con ciento y pico años a nuestras espaldas y tan frescos.
¡Los médicos! Tantas vidas se han llevado por delante y sin embargo uno de ellos ha prolongado la nuestra hasta casi el infinito. Qué chasco se llevaría mi tío, desde el otro mundo, al saber que por fin cobramos la imposible herencia al cabo de 60 años; y aún puedo ver la cara que puso el pobre agente de seguros cuando nos presentamos los cinco a reclamar lo que nos correspondía por la bendita póliza aquélla.Pasamos unas décadas de hastío, lo reconozco, porque saberse inmortal pesa mucho; fueron momentos muy duros y hubo un cierto distanciamiento entre ambos; gracias que nuestro querido Bremón supo dar una vez más con la fórmula para rejuvenecer y con ello recobramos las ganas de vivir.¿Te acuerdas? Nos tuvimos que esconder de nuestros propios hijos, cada vez más mayores, para que no nos reprendieran por nuestras correrías nocturnas y para que no se volvieran locos al ver a sus padres cada día más jóvenes mientras ellos se encaminaban indefectiblemente hacia la madurez. Ahora parecemos sus hijos, y pronto pareceremos sus nietos…
Cuántas noches de amor, Valentina, cuántos besos, cuantos poemas recitados a la luz de las incontables lunas que han desfilado ante nuestros ojos. Cuánto ha evolucionado el mundo: el automóvil, la televisión, los ordenadores…, y lo hemos ido disfrutando con savia nueva en las venas… Aparentar de nuevo veinte años pero haber apagado cientos de velas de cumpleaños; beberse trago a trago cada amanecer, cada primavera, cada hoja del calendario… Saber que nuestros relojes recorren de nuevo momentos que ya disfrutamos antaño, hace quién sabe si ochenta o noventa años, y tener la esperanza de que cuando seamos dos niños, nuestros hijos nos llevarán al mismo colegio, y más tarde a la misma guardería, y que quizá en el último segundo de esta cuenta atrás los relojes cambien de signo y volvamos a vivir esto una vez más, unidos para siempre, Valentina.

© Juan Ballester

martes, 28 de julio de 2009

Un fantasma con orejas

No es por presumir, pero en nuestra familia sentimos un cierto orgu­llo por tener un fantasma con orejas. En la Asociación de Propietarios de Ca­sas Encantadas nos informaron que en la actualidad existen unas siete mil viviendas que de una forma o de otra tienen un inquilino incorpóreo, pero cuando les preguntamos cuántos de esos huéspedes invisibles tienen orejas, no supieron darnos datos veraces, puesto que es muy complicado elaborar un censo exhaustivo de fantasmas, por las dificultades que eso conlleva. Los hay, sí, con bigote, según nos dijo la señorita de recepción, y también con la cara picada de viruelas; los hay que usan babuchas y gorro de dormir o que se pasean por el techo de las habitaciones con un guaca­mayo posado en el hombro. Pero de orejas no nos dijeron nada.
Y es que no hay duda. Nuestro fantasma, el espectro de la tía Serafina, exhibe un magnífico par de orejas que producen una corriente de aire que se percibe a varios metros de distancia. No puede negar su perte­nencia a la familia, pues muchos de sus actuales miembros hemos desa­rrollado hasta más allá de lo razonable los mencionados apéndices. Ade­más, existe un retrato de allá por mil novecientos dos, en el que la buena señora -a la sazón de treinta y cuatro años- ya se caracterizaba por sus monstruosos pabello­nes auditivos.
La peculiaridad física de nuestro fantasma no tendría mayor trascen­den­cia si se materializase con aspecto humano. En ese caso, a nadie le ex­tra­ñaría cruzarse por los pasillos con un merodeador silencioso, algo pasado de moda en su indumentaria, pero con un cierto porte elegante y solemne al fin y al cabo. No, lo más insólito es que la tía Serafina pertenece a la vieja escuela, y gusta de envolverse en una gran sábana, para colmo de rayas ro­sas en lugar de blanca, con dos pequeñas aberturas para los ojos y dos agujeros de tamaño bastante considerable para dejar al descubierto sus desproporcionadas orejas. De esta forma, su aspecto resulta tan cómico, que lejos de asustar a los que se cruzan en su camino, produce más bien deseos de prorrumpir en una carcajada al verla.



La tía Serafina, según las historias que circulan entre los abuelos y demás vejestorios que aún la recuerdan, siempre tuvo un excelente sentido del hu­mor. Le gustaba disfrazarse de las cosas más raras y extravagantes, y no era infrecuente oírla ladrar o maullar o cacarear por toda la casa a altas horas de la madrugada. Muchos dicen ahora y dijeron en su época que estaba loca, pero sin duda son exageraciones. También yo, por ejemplo, me paso bas­tantes noches subido en el tejado de la casa y allí me pongo a aullar a la luna, y no por eso soy un desequilibrado. O mi padre, que duer­me siempre con un hacha debajo de la almohada para prevenir posibles ataques de asma, según afirma. Y nadie se plantea que su salud mental esté en peligro. Lo que pasa es que la gente es muy chismosa y les encanta po­nerle califi­cativos a todo.
Sí, definitivamente el fantasma de la tía Serafina es inofensivo. No le gus­ta asustar a nadie, salvo que se trate de un caso excepcional. Normal­mente se dedica a vagabundear por las habitaciones recitando el Tenorio, pero a veces despliega todo su repertorio de sonidos ululantes y echa mano de las viejas cadenas olvidadas en el sótano para alejar a vendedores incautos, cobradores inoportunos, vecinos impertinentes y hasta ladrones enmascara­dos, para no hablar de las visitas intempestivas o de los parientes lejanos que se toman excesivas confianzas y no acaban de marcharse nunca, por más que no les ofrezcamos ni un mísero café con pastas.
A mí me hace gracia la agilidad con la que sube las escaleras a pesar de su apariencia de anciana venerable, y lo hace tan suavemente que ni siquiera roza los escalones. Únicamente la sentimos llegar por el pequeño remolino que provocan sus orejas. Aunque no habla, se lo pasa en grande ella sola, riéndose de cuanto encuentra a su paso. No en vano la tía Serafina tuvo el raro don de morirse de un ataque de risa, según consta en el certifi­cado de defunción que todavía se conserva en una de las vitrinas del salón.
En los últimos meses hemos tenido problemas económicos y nos hemos planteado cambiarnos de casa, pues resulta demasiado grande para quienes la ocupamos actualmente, aparte del dineral que supone pagar al ser­vicio do­méstico, los impuestos, arbitrios y no sé cuántas cosas más. Pero todos los intentos por venderla han sido en vano: la tía Serafina ahuyenta a cualquier posible comprador que viene a echar una ojeada. Y como a nadie le apetece tener un espectro haciendo chiquilladas por las habitaciones, y menos todavía si el aparecido en cuestión no es de confianza, todos huyen despavoridos sin pensárselo dos veces, con lo que de paso nuestra residen­cia familiar está cogiendo una fama terrible que probablemente nunca nos podremos quitar.
Así que no nos queda más remedio que seguir aquí hasta que a la tía se le antoje terminar con esta bromita que dura ya medio siglo y volverse al pan­teón familiar, a descansar durante una temporada. Pero como es infati­gable, como es ligera como una pluma e inocente como un niño, no cree­mos, francamente, que esta posibilidad tenga visos de cumplirse, al menos por ahora.

© Juan Ballester

domingo, 12 de julio de 2009

Galias

El campo de batalla presentaba un aspecto desolador: por todas partes veíanse cuerpos tendidos, destrozados, miembros esparcidos y olor a sangre. Alguien recorría aquella vasta extensión rematando a las víctimas que todavía agonizaban. Un poco más allá, un grupo de hombres daba sepultura a los compañeros caídos en la lucha. A lo lejos resonaba aún el tocar de las trompetas y el retumbar de los caballos, galopando. Un ruido ensordecedor, de origen desconocido, comenzó a inundar la estancia, dejando despavoridos a los escasos supervivientes de la reciente masacre.
Una extraña sensación recorrió el cuerpo de Ricardo, que se daba la vuelta en ese momento, molesto por el zumbido ininterrumpido del despertador de su mesita de noche. A tientas encendió la lámpara y miró la hora: las siete y media. De un salto abandonó la cama y se puso las zapatillas. Era preciso espabilarse para no llegar tarde a la oficina, de lo contrario volvería a tener problemas.
Dormitando aún, llegó al lavabo. Abrió el grifo y se mojó la cara. Un centenar de estrellas le corrieron por la mente, alejando sus visiones nocturnas y dando paso a un cuarto pequeño con una inmensa luz y un grifo chorreante y ruidoso.
Cada día le costaba más levantarse. Y no es que se acostara tarde o estuviera pasando una mala racha, qué va; no sabía el motivo exacto pero lo cierto es que cada vez tardaba más en identificar el sonido agudo e irritante del despertador. Unos meses atrás era capaz de estar en pie antes de que el reloj viniera a interrumpir sus felices sueños, pero ya en dos ocasiones en la misma semana había llegado tarde a trabajar por culpa del sueño, con la consiguiente reprimenda de sus superiores.
Una hora y media más tarde llegaba como siempre al pequeño despacho mal ventilado y lleno de hojas que nunca querían ordenarse. ¡Cuántas veces le entraban tentaciones de encender una cerilla y pegarle fuego a todo! Pero en lugar de eso, tenía que comprobar cómo la pila de papeles crecía y crecía, como si ellos mismos se reprodujeran cuando nadie les veía, como si quisieran que Ricardo fuese su esclavo y viviese sólo para ellos.
Allí estaba otra vez el señor López, su jefe, hablándole de no sé qué historia, sin prestarle ninguna atención a lo que decía, amedrentado por su propia incompetencia. De repente, se levantó y fue hasta la mesa de Ricardo.
‑ ¿No me oye? Procure escuchar cuando le hablo ... Siempre le encuentro distraído, con la cabeza en otra parte. ¿Le sucede algo?
Ricardo había dado un respingo y se había levantado como un resorte, siempre con la vista baja, apuntando hacia el suelo. Balbuceó una disculpa y trató de volver a sus ocupaciones. Pero el jefe volvió a la carga.
‑ He observado, señor Ruiz, que su conducta durante la última semana ha sido decepcionante. Le ruego me dé una explicación de lo que le ocurre.
Y, claro, cuál podía ser la causa sino el sueño, la fatiga con la que se levantaba cada mañana, el esfuerzo de pasarse la noche entera entre batallitas, caminando a pie y cargado con sus aparejos de combate. Y cómo explicarle esto a nadie sin levantar sospechas.
Humillado una vez más, cabizbajo, se sentó en su silla y continuó la multiplicación que se traía entre manos. En realidad, para él lo único importante era reunir el dinero suficiente para irse a vivir a su propio piso y poderse casar con Laura. Sólo por eso se había puesto a trabajar, aunque, la verdad sea dicha, con su triste salario a muy poco podía aspirar. Él se conformaba con una vivienda digna, con un hogar feliz, con un plato de sopa, pero Laura merecía mucho más que eso, y Ricardo no estaba seguro de poder ofrecérselo.
Junto a ella se sentía transformado, era otro hombre. Parecía como si ella fuese la única persona en el mundo capaz de sacarle de su estado de embriaguez mental, la única capaz de hacerle olvidar la batalla de anoche o la lucha contra el despertador y contra su jefe. Junto a Laura todo era maravilloso, no existía el despacho, ni los libros de contabilidad, ni los legionarios.
Así se pasó la mañana, absorto en sus pensamientos más que en su trabajo. Por dos veces se equivocó al restar y tuvo que empezar de nuevo, menos mal que se había dado cuenta a tiempo. Al fin sonó la campana y abandonó la oficina, dejando el bolígrafo tirado sobre la mesa y los papeles tan desordenados como los encontró al llegar. Se podían ir a hacer puñetas hasta mañana a las nueve.
Mientras volvía a su pequeño apartamento alquilado de las afueras, trató de analizar su actual situación. ¡Con lo bien que le habían ido las cosas hasta el mes pasado ... ! Y sin embargo, ahora todo se venía abajo incomprensiblemente. Su jefe cada día le toleraba menos errores y le abroncaba más; sus compañeros le consideraban un niño dormilón, y su novia le ponía de manifiesto que con aquella indiferencia y dejadez no se iba a ninguna parte. La verdad es que muy activo no era; eso sí, cumplía estrictamente con sus obligaciones laborales, pero no por ello le gustaba aquel empleo de chupatintas. Y lo malo era que tampoco servía para mucho más. Prefería lancear romanos o arrojar la honda que consumir su vida entre cuatro paredes rellenando columnas de números; claro que aquello no le daba de comer y esto último sí.
Al llegar a casa se pegó literalmente al teléfono en busca de la dulzura de la voz de Laura al otro lado del auricular. Cuando estaba con ella se olvidaba de sus sueños, de su trabajo, de su vida monótona y aburrida, y por el contrario se le iluminaba el rostro y se transformaba en un ser amable y cariñoso.
Encendió el televisor y se acomodó en el sillón, cerrando un poco los ojos. Sentía cierto agotamiento anormal. ¿Se estaría haciendo viejo prematuramente? Era absurdo, apenas tenía treinta años y a esta edad es cuando más joven y sano se siente uno. Probablemente sería su ejército, que le reclamaba como cada noche para combatir a los malditos romanos. ¡si él era un hombre pacífico, qué necesidad había de engancharse en semejante negocio! Y además no daban tregua, seguían en su empeño un día y otro, una noche y otra, transportándole hasta los confines de la historia por extraños caminos. Y luego, por las mañanas, cansado, rendido, vuelta a trabajar, entre papeles y reprimendas, balances y periódicos.
Se fue a acostar. Pronto encontró a su ejército, y esta vez no faltó ninguno a la cita: Induciomaro, Ambiórix, Cingétorix, ... Todos vecinos entre sí pero con un objetivo común: matar o expulsar para siempre a los malditos romanos de sus territorios. La noche anterior habían caído muchos jefes y aún más soldados a manos de las legiones de César, pero esta noche debía acabarse todo porque Ricardo no quería tener más problemas laborales. Así lo manifestó ante el Consejo de los jefes, los cuales, tras una breve deliberación, le comunicaron que en lo sucesivo únicamente sería convocado si existía urgente necesidad. El no quería dejar solos a sus amigos, pero no podía seguir llevando esa doble vida, doblemente fatigosa.
A la luz de las hogueras pasó varias horas a la espera del momento elegido para el ataque, y por fin al rayar el alba hicieron su aparición las tropas enemigas. Rápidamente montó su caballo y se lanzó como uno más a la refriega. Tuvo un choque con uno de los legionarios romanos y cayó al suelo.
En ese momento abrió los ojos e intentó dar la luz. Al no encontrar la mesita tropezó con la silla y se dio un golpe en el pie. Cuando consiguió hacerse con el maldito interruptor, observó asombrado que se hallaba tirado encima de la alfombra. Probablemente el encontronazo con el enemigo le habría derribado de la cama y eso fue lo que le despertó.
El tictac del reloj le recordó que no había oído el zumbido del despertador. Miró la hora: las siete y veinticinco. Todo un éxito, por una vez se había levantado antes de tiempo, pero esos cinco minutos podían ser cruciales para el desenlace de la escaramuza ahora que él no estaba allí.
Recogió sus zapatillas y fue al cuarto de baño. Descubrió en su frente un vistoso hematoma fruto seguramente del contacto con el soldado romano o quizá producido al caer al suelo. En cualquier caso, le dolía, e intentó mitigar su sufrimiento mojándose la cara con las manos. Volvió a ver una especie de firmamento lleno de estrellas, y luego la bombilla de 80 vatios despidiendo un chorro de luz. Se refrescó de nuevo metiendo la cabeza bajo el agua. El hematoma se estaba poniendo ya de todos los colores y parecía crecer a cada momento. Se peinó el pelo por delante de la frente para intentar disimularlo, aunque su aspecto resultaba cómico.
Al llegar al despacho todos repararon en la mata de pelo que apenas camuflaba el voluminoso bulto amoratado, y le miraban como si fuera un bicho raro. Nadie le dijo ni media palabra, pero no se le escaparon varios comentarios en voz baja a sus espaldas. El señor López tuvo que llamarle la atención dos veces debido a su apatía y desgana.
Los días sucesivos transcurrieron entre batallas campales, tanto en las horas de sueño como en las de vigilia, en donde su situación laboral empeoraba por momentos. No podía ocultar su cansancio físico y mental; sentía la llamada de su pueblo que le pedía ayuda. Y no obstante debía estar allí, repasando facturas, dando vueltas y vueltas a los números, que no acababan nunca de ponerse en orden. Su novia empezaba también a sentirse un poco desilusionada con él viendo que las cosas iban de mal en peor.
Para Ricardo lo más importante era Laura; por eso, si fracasaban sus relaciones, se habría roto el único eslabón que le conducía al futuro; si ella le abandonaba, no le quedaría sino volver al campo de batalla y tirar por fin el odioso despertador que le partía la vida por la mitad.
No le sorprendió demasiado que el viernes le comunicaran que estaba despedido. Al principio, todo fue al revés, caras risueñas y gestos amables, incluso fue invitado a desayunar por varios de sus compañeros, y Ricardo se sentía como una res a la que primero se ceba y después se lleva al matadero, y no se le ocultaba cuál era la causa.
Así que por fin había sucedido. Y claro, ahora su novia le dejaría definitivamente. Los padres de ella no acababan de aprobar la conveniencia de un chico así para su hija, y seguro que aprovechaban la ocasión para presionarla, para forzar la ruptura. Se dijo que por una parte era mejor así, tal vez un día podía caer muerto o herido a manos de un romano y entonces nadie podría consolar a su amiga. Trataba de convencerse de que si lo dejaban quizá pudiesen ser más felices. Pero sabía que no, que al menos él no lograría salir del bache. Además, ¿cómo presentarse con esa cara en casa de su novia, y que le vieran así sus padres? Quizá fuese mejor escribirle una carta y contárselo todo, lo del trabajo desde luego, pero también que Induciomaro y los demás le reclamaban para combatir a Roma, que el despertador le sacaba de una guerra y le transportaba a otra peor.
La noche siguiente le costó conciliar el sueño, agobiado por los problemas que se avecinaban. Cuando se reunió con sus amigos, éstos se hallaban apostados en un bosque no muy lejano al campamento de César. Al parecer atacarían la fortificación al amanecer, en un desesperado intento de coger por sorpresa al enemigo. Ricardo les habló del despido, lo que significaba que ahora podría estar todo el día con ellos si hacía falta.
Al amanecer se encaminaron hacia su objetivo. El campamento de César parecía hallarse en silencio, y a una señal de Induciomaro todos comenzaron a lanzar su ofensiva, pero adentro seguía la misma inactividad, como si el recinto estuviera abandonado. Se dio la orden de parar el ataque y esperar. Súbitamente surgieron como del aire montones de legionarios a pie y a caballo. Los galos iniciaron entonces una retirada alocada, desordenada, y el grueso de las tropas enemigas se dirigió en persecución del cabecilla galo, mientras algunos avanzaban hasta la posición que ocupaba Ricardo, que fue alcanzado y derribado. Se desvaneció a causa del fuerte golpe recibido. Cuando volvió en sí, su novia estaba junto a él, zarandeándole, pidiéndole que se levantara.
Al ver allí a Laura sintió deseos de gritar y llorar. En el momento más inoportuno siempre surgía algo que le alejaba de los suyos y le devolvía al mundo real. Claro que, en realidad, ella le había salvado la vida con su milagrosa aparición.
Trató de incorporarse y advirtió que le dolía mucho el pecho, como si tuviera alguna costilla rota. Era indudablemente una secuela del último encuentro con los hombres de César, así que era verdad, no era sólo un sueño. Se lo hizo comprender a Laura mientras ella lo arrastraba como podía hasta la ducha, mientras abría los dos grifos y el agua disipaba las visiones de la batalla, mientras una mujer desnuda se metía con él bajo el agua, sacándole la ropa empapada. La mano suave de Laura cerró el grifo y acabó así de salir esa espada de acero fría que le cortaba la respiración.
Laura había estado todo el día sin tener noticias de Ricardo, quien tampoco contestaba al teléfono. Preocupada, decidió ir a buscarlo a su apartamento. Lo encontró tendido sobre la alfombra, nervioso y agitado, y con una carta a medio escribir sobre la mesilla de noche. Sabía que Ricardo no estaba bien, con todas esas fantasías sobre legionarios romanos y sus problemas en la oficina, y que la necesitaba más que nunca.
Ricardo se sentía aturdido; había dormido más de doce horas seguidas, y luego el amor, que le dejaba debilitado. Y ahora iba a casa de sus futuros suegros, a pasar la vergüenza que él hubiera querido evitar, pero no fue capaz de resistirse. Sin embargo, Laura planteó la cuestión de otro modo, haciendo ver que era Ricardo quien se había despedido de modo voluntario, para aspirar a algo mejor. Al final, con su habilidad habitual, convenció a su padre de que Ricardo sería un ayudante ideal para su bufete, es decir, que acabó logrando que diese empleo a su novio. Así todo quedaba en la familia. A Ricardo no le hacía mucha ilusión volver a cuatro paredes llenas de papeles, y menos aún bajo el control de su futuro suegro, pero no estaba en condiciones de rechazar una oferta de semejantes características. Esto en parte arreglaba su situación, y podía pensar en casarse con Laura en cuanto su economía se lo permitiese. ¡Qué alegría cuando Induciomaro y los demás supiesen la noticia! Por cierto, ¿qué habría sido de ellos? Quizá hubieran elegido un nuevo cabecilla, porque las tropas cesarinas estaban dándole caza cerca del río.
Muchas veces se había preguntado qué relación misteriosa tendría él con los galos. ¿Por qué los galos y no los romanos, los árabes o los alemanes del 14? ¿Por qué él, Ricardo Ruiz y no otro cualquiera? Pero claro, a lo mejor a otras personas les sucedía también algo parecido. Había releído muchas veces en las últimas semanas la Guerra de las Galias y sabía que Induciomaro sería capturado y apresado en el río, sabía que antes o después pedirían la rendición a Roma, y sin embargo, cuando estaba con ellos era como si se olvidara de la Historia, que no se puede cambiar. Curiosamente, desde niño había sentido por Julio César un cariño espacial, y paradójicamente ahora era miedo lo que le inspiraba. César estaría causándoles muchas bajas en ese mismo instante; en algún lugar de su subconsciente continuarían las escaramuzas. Quien sabe si le estaban esperando al borde del lecho para matarlo en cuanto cayese dormido.


Pero esa noche se quedó Laura a dormir con él. No hubo galos ni romanos, sino perfume a rosas y sábanas limpias; no hubo Guerra de las Galias sino un beso tras otro y una caricia tras otra. Era la primera vez en mucho tiempo que su pesadilla no venía a visitarle, quizá porque el ejército galo hubiese sido exterminado, o simplemente por la presencia de Laura allí. En realidad el cambio era muy positivo. Añoraba sus aventuras nocturnas, pero valía la pena renunciar a ellas si era para tener una boca junto a la suya susurrándole lindezas.
Los ruidos de la calle delataron la venida del nuevo día. Laura se incorporó, subió la persiana y entró al cuarto de baño, mientras su novio se desperezaba, feliz, en el lecho.
A las diez salieron a pasear, aprovechando la mañana de domingo. El día transcurrió en medio de una inusual tranquilidad, haciendo planes para el futuro más inmediato. Pero llegó la noche de nuevo y Ricardo volvió a encontrarse solo. Tuvo miedo por una vez de regresar al pasado, y prefirió quedarse leyendo en lugar de acostarse. Quería terminar con aquel sin sentido que le estaba costando una enfermedad. Los ojos le pesaban y querían cerrarse, tan fuerte sonaba la voz del pueblo galo en su interior, pero él se remojaba la cara para mantenerse en vela.
Por otro lado, al día siguiente estrenaba trabajo, así que tenía que descansar bien para causar buena impresión. Con cierto pesar, se dejó engullir por su peculiar odisea, aunque encontró desánimo y resignación entre sus camaradas, que se tomaban una pequeña tregua para recomponer sus diezmadas huestes. Pero hubo otro ataque, y no tuvo más remedio que huir despavorido en dirección al bosque. Sentía las cabalgaduras detrás de él, el rumor de los árboles incendiados. Tiró las armas para correr más ligero y se acordó de Laura, de su nueva vida, del despertador, de todo ese otro mundo que le esperaba tan cerca pero tan lejos, de todos esos proyectos que jamás se realizarían, porque una certera lanza acababa de atravesar su cuerpo.

© Juan Ballester

viernes, 26 de junio de 2009

Historia en un minuto

Despegó de la barandilla con su característico zumbido. Después de pa­sarse todo el día camuflado en aquel emplazamiento, era ya hora de buscar algo para comer. Vagó unos segundos entre la oscura noche hasta que en­contró una luz salvadora a la altura del tercer piso del bloque de edificios, en­caminándose hacia allí con decisión. Trató de entrar, pero era imposible, no había resquicios en la ventana. Desistió momentáneamente de su empre­sa y pronto halló un lugar accesible, algo más arriba. Aquí la ven­tana sí esta­ba abierta y se podía oler la sangre a varios metros de distancia. Se coló sin ser visto y revoloteó inquieto alrededor de la lámpara encendida. Abajo veía a cuatro personas sentadas en torno a una mesa. Decidió bajar hasta ellos tomando las debidas precauciones. De pronto notó que dos manos tra­taban de aplastarlo y

miércoles, 10 de junio de 2009

La decisión


¿Y tú qué miras? ¿Nunca has visto un tío borracho, o qué? Sí, llevo un pedo encima que ni te cuento, ¡qué pasa!. Tengo derecho a hacer con mi vida lo que me dé la gana, ¿no? Ya me equivoqué una vez y eso me jodió pa’ siempre. Sí, la cagué bien cagada, por gilipollas. Pero ¿cómo iba a saber yo que por culpa de eso iba a acabar así, en la calle, con este frío de los cojones, nada más que dándole al vicio?
El caso es que aquí donde me ves, colega, yo antes era un manitas para los ordenadores. Los abría, les metía memorias y de todo y diseñaba mis propios programas. Manejaba las bases de datos, hacía páginas web, creaba foros y todo eso. Igual me bajaba pelis que hacía retoques de fotos o creaba música electrónica. Ahora me ves colgao y tal, pero no te vayas a creer que soy un mierda, tío; aunque no lo parezca soy licenciado en Psicología, y siempre me tiraba el rollo ese de los muertos y tal. Una vez incluso me fui a un cementerio yo solo a hacer psicofonías y no veas.

Anda, dame un cigarrito y te cuento lo que me pasó. Total, si es viernes, ¿no?, seguro que mañana no tienes que ir a currar, colega. Pues eso, ya no sé por dónde iba. Ah, sí, que vi un anuncio en Internet de una empresa que vendía coches de muerto, ya sabes, de esos que se usan para meter a la gente que la palma. Estaban casi tiraos de precio, tío, tú me dirás por muchos kilómetros que puedan hacer esos bichos, siempre los conducen despacio, sin meterles caña, y los tienen en cocheras, o sea que pensé que aquello podía estar de puta madre, imagínate qué puntazo ir a todas partes con uno de esos. A mi piba no le dije nada para darle la sorpresa, y no veas el día que aparecí por casa con semejante armatoste. Casi se muere del susto, colega, que lo que tenía que haber hecho ese día es devolverlo, pero gilipollas de mí lo dejé aparcao en la acera y claro, al rato ya era el cachondeo del barrio y toda la gente se quedaba mirándolo porque primero pensaban que había palmao el Lucas, uno que vivía en el cuarto, que tenía noventa y tantos tacos el muy cabrón, que vaya salud, pa’ enterrarnos a todos los del bloque. Y cuando vieron que el abuelete estaba tan tranquilo allí en su casa no sé quién les dijo que el cochemuerto me lo había comprao yo, y ya te digo, es que ni arrimarse. Como que me retiraron hasta el saludo, tronco, se pensarían que les iba a dar gafe o yo qué sé. Vale que un coche de muerto da un poco de cosa al principio y que no es pa’ tenerlo aparcado todo el día en la calle, pero tampoco era para hacerme el vacío y menos a mi novia, que no tenía culpa de nada.
Y no te pierdas lo mejor, colega. Va y me dice la cachonda que ella allí dentro no se metía ni loca, que yo hiciera lo que quisiera, pero que a ella le daba yuyu, y encima me puso un morro que se tiró tres días sin dirigirme la palabra. No hacía más que hablar con su madre por teléfono cuando yo no estaba delante, cuchicheando, y que si yo estaba loco y que si todos los vecinos me iban a denunciar y yo qué sé la de cosas. Ya ves tú, tío, todo por comprar un coche de esos, como si les jodiera verlo al lao del portal, como si la calle fuera suya.
Y cállate que aún no te he contao nada. Si esto es pa’ escribir una novela, tío, tú no serás escritor, ¿no? Pues qué pena porque esto es pa’ fliparlo en colores. Al día siguiente se me presenta en el piso la casera, por todo el morro, que si hay que ver, que si cómo podía hacerle eso a los vecinos, y que nos fuéramos a tomar por culo de allí, bueno no dijo eso exactamente, dijo que nos fuéramos buscando otro sitio, que para el caso es lo mismo. Y que ella no quería problemas con los inquilinos. Y por lo visto Sheila ya tenía hasta preparada la mudanza la muy cabrona pa’ pirarse a casa de su madre. Sí, mi novia, tío, ¿cómo lo ves? Todo por el puto coche de los cojones
.


¡Hablo como me da la gana, señora! Mira que también la tipa esa, con lo que me sale ahora, venga a darle a la tragaperras y seguro que tiene la casa sin arreglar. ¡Que se vaya a la mierda, oiga!… Pues si me echan que me echen, yo he pagao lo mío, ¿no? Pues me voy cuando me sale de los huevos. ¡Y usted más, señora! ¡Aprenda educación, ande, y cómprese unos zapatos, que ésos los lleva que se caen a cachos.! Oye, tronco, vámonos fuera y te sigo contando, que aquí la cotorra ésta me está tocando los huevos. Y dame otro cigarro anda, que veo que eres un tío legal y enrollao.

Pues claro que tengo estudios, macho, ¿qué te crees, que es trola? Hablo así porque es el lenguaje de la calle, no te jode, que aquí la vida es muy dura y te deja agilipollao del todo. ¿No te digo que soy psicólogo? ¿Qué dónde lo hice? Vale, tío, no empieces tú también a dar por saco. En la Autónoma, hace por lo menos treinta años. Ahora tengo cincuenta y cinco, sí, pero estoy mu’ quemao y con estas pintas nadie lo diría. Un día si quieres busco la foto y te lo demuestro. ¿Mis cosas? ¿Dices la ropa y eso? ¿Qué dónde las guardo? Pues en el cochemuerto, colega. Si ya te digo que lo mío es la leche.
Total, que a la semana de comprarlo me veo en la puta calle y que me ha dejao la novia. Bueno, al menos, como era amplio por dentro, podía usarlo pa’ dormir, que esa es otra, la primera noche no veas la que me formaron los municipales a las cuatro de la ma­ñana, se pensaban que estaba fiambre, tronco, al verme allí dentro. Empezaron a dar golpes en los cristales hasta que me desperté, y luego venga a pedirme papeles, que si mi deneí, que si el permiso de circulación, que si el seguro, vamos, que me hicieron un repaso completito. Y me libré de las dos hostias de milagro. Así que ni con las cortinillas bajadas me dejaban tranquilo.
Al final se acostumbra uno, pero al principio dormir allí era un marrón que te cagas. Piensas: aquí han estao metidos cientos de cadáveres, y te entra de todo, y no veas cada vez que aquello crujía. ¿El qué? ¿Irme a una pensión? Pero si la zorra de la casera me había puesto de patitas en la calle sin un puto duro, ¿no ves que no declaraba lo del alquiler? Yo era como un okupa, ya ves, tío, después de cinco años allí. Y nada, que cambió la cerradura aprovechando que yo estaba fuera, y al volver me encontré todo lo mío tirao en un contenedor. Y la Sheila pasando del tema, porque había desaparecido del mapa. Así que me tuve que quedar a vivir en el coche hasta que encontrase otra cosa, y luego que si pásale una pensión a mi ex, que yo no sé que mierda de leyes hay en este país, ella con su madre comiendo como una cerda y durmiendo calentita, y yo jodido y en la calle y encima teniendo que darle lo poco que me había quedao.
Ya ves qué asco de vida, colega, todo por el puto coche. Y encima dando gracias que lo tenía, porque me servía pa’ no dormir en la acera. Y porque lo pagué al contado, que si no, me lo trincan también. Tú me dirás, si hasta perdí el trabajo por culpa de la bebida. Claro, la calle es lo que tiene, no te jode, que se fuma y se bebe todo el tiempo, y se te va en vicios de mierda lo que se saca de limosnas.
Cogí un colchón viejo y las cuatro cosas que pude rescatar de la basura y me las llevé al cochemuerto. Luego si quieres te lo enseño, aunque hay que caminar un poco porque esto es zona azul y aquí te clavan por tenerlo todo el día en la calle. Tengo hasta unos libros allí; lo bueno es que la gente pasa de acercarse a él, bueno, algunos se asoman y tal, pero con las cortinillas echadas no se ve un carajo de lo que hay dentro, y se piran en seguida pensando que va a salirles un muerto de dentro o yo qué sé. Pues que les den por culo. Si total, en el barrio todos me conocen, y los maderos tam­bién, menos mal que van a su bola y pasan de mí.
Bueno, aquello me hago a la idea de que es como una caravana. Y meto todo lo que pillo: galletas, revistas, hasta un ventilador de esos que funcionan con pilas. ¿Lo de lavarme, dices? Pues chungo, tío, así pasa, que llevo una peste encima que te cagas, y nunca mejor dicho. Pero vaya, aprovecho las fuentes esas que suele haber donde los columpios de los niños. Y en un albergue me lavan la ropa. Yo lo flipo en colores, ya te digo.
Pues once años llevo así, que el puto coche ni una avería en todo este tiempo. ¡Ha salido bueno el cabronazo! Si cuando la palme un día de estos al menos tendrán en dónde llevarme al hoyo, aunque ya ves tú, ni familia me queda ya, mis hermanos viven en el extranjero creo, y además como yo siempre fui un pobretón de mierda, pues hala y que me den por saco.

¿Qué haces? ¿Ya te piras, colega? Pues vale, si te aburres conmigo dilo, no pasa nada. Yo me abro también, que con la tranca que llevo voy a estar sobando hasta mañana. Oye, tío, y si te apetece un rato de charla otro día te vienes p’acá, que yo siempre ando por aquí. Tú pregúntale a cualquiera por Rafa el del cochemuerto: todos saben quién soy. Venga, nos vemos. Hasta otra. Adiós, machote.
© Juan Ballester

miércoles, 3 de junio de 2009

Nacional 327


No podría establecer a ciencia cierta cuándo empezó a tomar cuerpo aquella obsesión. Se fue presentando paulatinamente, noche tras noche, primero como un ramalazo breve y fugaz, después como algo coherente y con cuerpo, y por último como una imagen real que se prolongaba cada vez más y que penetraba en mis sueños y eclipsaba cualquier otro recuerdo onírico.
Es posible que esté exagerando un poco, quizá no sucediera a diario, pero desde luego muchas noches sí, y siempre era igual: yo iba conduciendo por una carretera estrecha, y a mi derecha se abría una profunda sima cuyo fondo no se percibía. El sol se acababa de ocultar y las primeras estrellas comenzaban a aflorar. Yo conducía con prudencia, moderando la velocidad, pues la visibilidad era escasa, y la vía tenía cierta pendiente descendente. Recuerdo también el ruido de las ruedas al contacto con la grava del arcén, y algunas piedrecitas silbaban al salir disparadas por efecto de la presión del neumático sobre ellas.
Entonces, al doblar una curva aparecía el niño, de espaldas a mí y un poco por el centro de la pista, y yo trataba de frenar inútilmente la marcha de mi vehículo, pero resultaba imposible, y sentía sólo que el morro del coche golpeaba con fuerza el cuerpo del muchacho y que mi auto salía despedido precipicio abajo. Ahí concluía todo, y después mi mente vagaba por otras regiones del sueño hasta que me despertaba.
Al principio no le di mayor importancia, lo consideraba la típica imagen absurda, ajena a mi voluntad y ante la cual nada podía hacer, como sucede cuando nos viene a la cabeza una musiquilla que nos es imposible dejar de tararear y dura días y días en nuestro interior hasta que desaparece igual que ha venido. Generalmente, una buena ducha ponía fin a mis fantasías nocturnas.
Sin embargo, lentamente empezó a crecer, a obsesionarme, y sin querer continuaba reconstruyendo la escena mentalmente durante las horas de vigilia. Trataba de recomponer el lugar exacto donde sucedía el hecho, la marca del vehículo en que viajaba, trataba de identificar algún rasgo en el chico. Pero ya se sabe cómo son los sueños, en ellos no cabe la reflexión, no hay tiempo para captar detalles; se limitan a ser imágenes encadenadas y sin ilación, y al final lo único que queda es una idea muy general y borrosa, una sensación quizá, mas no detalles concretos. Es más, muchas veces en los sueños la gente no tiene rostro definido, al menos la gente a la que no conocemos. Y no nos resulta extraña tal circunstancia, sino todo lo contrario. Y tampoco nos damos cuenta de que soñamos, por lo tanto no se nos ocurre hacer preguntas, es únicamente un dejarse ir a través de la aventura, sin poder cortar el cauce de los acontecimientos de modo voluntario.
A pesar de todo, aquel sueño llegó a convertirse en algo tan familiar para mí, que poco a poco acabé por concretar algo más. El automóvil, por ejemplo, era un modelo totalmente desconocido, tal vez producto de mi fantasía. En cuanto al chico, no tendría más de ocho o diez años. Era delgado, de pelo castaño, con pantalones cortos y un jersey rojo formando ochos. Llevaba algo en la mano que debía pesar, porque su andar resultaba lento y fatigoso, dando la impresión de cojear un poco.


La carretera era sinuosa y estrecha. A mi derecha se adivinaba un precipicio rocoso que no podía identificar con ninguno de los lugares que conocía, aunque lo recordaba bien. La vegetación, a pesar de estar anocheciendo y hallarse el lugar en penumbra, era corriente: algunas acacias y chopos a ambos márgenes, y arbustos por todas partes. Las rocas eran de formas suaves, con musgo adherido a ellas. Todo esto podía verlo mejor cuando la luz de los faros tropezaba con algún fragmento aislado del paisaje. Mi ventanilla izquierda iba abierta y permitía la entrada de aire y del rumor de los grillos. La temperatura era fresca y recuerdo que en la curva inmediata al choque subía el cristal y ponía la radio. En seguida aparecía el chico y colisionaba con él y caía al abismo. Sentía la sacudida de su cuerpo contra el chasis y el golpe al romperse la alambrada protectora, y luego me sentía suspendido en el vacío. En ese punto terminaba todo, no se producía contacto contra el suelo o contra los árboles, no; finalizaba justamente en plena caía por los aires.
Dicen que todos los sueños significan algo, y yo me preguntaba qué sentido podría tener el mío. Me preocupaba su habitualidad y quería creer que esto le sucedía también a muchas personas. Al fin y al cabo, al levantarnos ni nos acordamos de todo lo que hemos estado soñando. Pudiera ser que otros no lo recordasen y yo sí.
Mientras tanto, yo procuraba hacer mi vida normal. Acudía a las tertulias literarias de los martes en el Ateneo, para desintoxicarme del ajetreo de la oficina y de los negocios. En cierta ocasión, se había iniciado una conversación acerca de fenómenos parapsicológicos, y un sujeto que se sentaba a mi lado (por cierto, que era el típico fanfarrón que siempre trata de impresionar a la concurrencia) empezó a contarnos sus experiencias personales. Nos expuso alguna de las situaciones insólitas e inexplicables que según él había vivido, aunque los demás lo tomábamos como lo que eran, mentiras dichas para darse importancia. Hablaba de relaciones con extraterrestres y no sé cuántas tonterías más. Entonces, cada cual refirió casos sucedidos a sus abuelas o conocidos, aunque siempre dejando entrever fuertes dosis de escepticismo. Yo les expuse mi caso, que al lado de lo relatado por varios otros, sonaba a cosa corriente y de todos los días. Debieron pensar que mentía, como lo pensé yo de ellos, o que exageraba la frecuencia con que mi sueño tenía lugar. Hubo quien me aconsejó, con cierta sorna en sus palabras, visitar a un psicólogo y exponerle la situación. Finalmente, alguien con más sentido común comentó que podía tratarse de una premonición.
Mis investigaciones en torno al fenómeno siguieron adelante. Se me ocurrió pergeñar un pequeño croquis del lugar por donde transitaba mi automóvil, tratando de memorizar el número y sentido de las curvas, la pendiente y peligrosidad de las rampas, la colocación de las señales de tráfico, postes de la luz, árboles y rocas. Obtuve de este modo un plano algo aproximado del escenario. Como soy muy mal dibujante, no quedó tan bien como hubiera deseado, pero bastaba con lo que tenía.
Con el paso del tiempo fui comprendiendo que mi sueño tenía ciertos visos de realidad, pues en todo momento tenía conciencia de que soñaba, y aunque trataba de detenerme antes de avistar la última curva, no podía, el pie y el freno se resistían a parar. Era como si el automóvil caminase por sí solo, sin mi ayuda; yo no podía cambiar el recorrido predeterminado, tampoco podía hacer sonar el claxon para avisar al chaval, ni hacer juegos con las luces para llamar su atención: nada servía, todo estaba programado para llegar a la curva y colisionar. Me hubiese gustado que por una vez el niño no estuviese y yo pudiese seguir por zonas desconocidas de la carretera, rumbo hacia un lugar distinto, tal vez un pueblo con un nombre por el que poder guiarme. Pero no, al parecer las cosas debían suceder según lo previsto, y no podía ni siquiera intentar despertarme.
Hasta que por fin supe que mis imágenes nocturnas no eran fruto de la casualidad o un capricho mental, sino un destino inevitable. Lo supe al pasar por un escaparate, el deportivo rojo me atrajo como un imán. Resultó ser tal como yo lo había estado viendo o creando durante meses. Se trataba de un nuevo modelo (aunque no nuevo para mí, desde luego), y hasta en sus detalles más insignificantes coincidía con el que yo había tenido entre mis manos tantas veces. No sé qué extraña fuerza me había llevado hasta él, pero ahora que lo tenía localizado no podía dejarlo escapar.
Me decidí a adquirirlo, a pesar de estar muy por encima de mis posibilidades económicas. Algo me decía que la misma fuerza oculta que me había acercado al vehículo me llevaría también hasta la carretera y hasta el niño con el que tantas veces me había estrellado. No se me ocultaba que de ser así tendría yo que salir volando por los aires, pero pensé que de alguna forma hay que morir y además, ¿no era el destino quien me impulsaba a hacerlo?
Abandoné mi viejo utilitario y me dediqué en serio a buscar la carretera. Se trataba desde luego de una poco importante a juzgar por su poco tráfico, anchura y peligrosidad, pero desconocía incluso si se ubicaba en mi país o no. Lo único de lo que no me cabía dudar es de que existía. Era demasiada casualidad lo del coche para que no hubiese luego tal carretera.
Busqué y busqué. Durante mucho tiempo recorrí infructuosamente cientos de rutas. Me dejaba guiar por el azar, que tarde o temprano me llevaría hasta allí. Seguía noche tras noche aclarando puntos oscuros, y procuraba crear las mismas condiciones en la vida real que en el sueño: me fijé en el número de kilómetros recorridos hasta entonces por el automóvil que aparecía en mis sueños, en la clase de música que llevaba puesta, en el estado de la luna y las nubes ...
Aprovechaba los fines de semana para avanzar hacia no sabía dónde, tratando de igualar mi kilometraje al del otro coche, tratando de descartar carreteras, de agotar en suma todas las posibilidades que estaban a mi alcance.
Finalmente, una tarde me puse en camino, muy inquieto, pues algo me decía que la resolución del enigma estaba cada vez más próxima. De repente, llegué a una ruta conocida a pesar de que nunca antes había transitado por ella. Los árboles se alineaban a ambos lados, en su mayoría acacias y chopos. Miré al cielo y vi la luna brillar en cuarto creciente; revisé el cuentakilómetros y me pareció muy cerca del número mágico. Encendí la radio y me invadió una música familiar. Abrí la ventanilla para que entrase un poco de aire y la volví a cerrar al instante. Una gran excitación se apoderó de mí y me dejé deslizar. Pasé la señal que limitaba la velocidad, junto al árbol torcido y medio seco. Traté de tomar una decisión: debía parar el coche antes de que fuese demasiado tarde.
Como yo me temía desde un principio, algo falló en el mecanismo de frenado. Divisé la curva fatídica y recé antes de llegar a ella, conocedor de mi fin. Apareció el niño y aún me dio tiempo de verlo una fracción de segundo, porque esta vez se había vuelto al oír el motor, y entonces vi su cara, es decir, mi cara, porque ese niño era yo.


Desperté y me dolía la cabeza. Estaba escayolado por todo el cuerpo y apenas podía moverme. Traté de zafarme de las sábanas que me envolvían y sentí una mano aferrándome el hombro y luego pasándome por la frente. Oí una conversación entre dos mujeres: una era mi madre, la otra quizá una enfermera. Hablaban de mí, obviamente, del golpe que había recibido de aquel loco del coche rojo. Entonces me di cuenta de que estaba vivo, vivo al fin, y paladeé estas palabras: vivo. Me parecía mentira haber podido sobrevivir después del brutal atropello, después de tantas noches soñando con esa extraña escena, después de haberme escapado de casa sin ropa ni equipaje. Me preguntaba qué habría sido del automovilista, quizá no hubiera muerto finalmente. Con un hilito de voz pregunté por él, pero no hubo respuesta. Nunca nadie me dio esa respuesta.

© Juan Ballester