viernes, 30 de mayo de 2008

La voluntad del prisionero

Amanece. A través del pequeño ventanuco entra ya el primer rayo de claridad que anuncia un nuevo día, pero él continúa despierto. Tan sólo las botas olvidadas unos metros más allá y la paja apelmazada denotan que ha estado descansando. La camisa, que fue blanca en un pasado no muy lejano, se le adhiere al cuerpo, producto del sudor, a pesar de que en el calabozo hace bastante frío.
Oye los pasos que se encaminan por el pasadizo hacia donde él se encuentra. Con parsimonia comienza a calzarse, mientras piensa que todo va a terminar ya. Cuando la robusta puerta se abre, tres soldados armados con mosquetones le conminan a salir, sin dejar de apuntarle ni un solo instante.
Se incorpora e inicia la marcha hacia el exterior. Le duele todo el cuerpo, tiene la boca pastosa y le aterra pensar que va a morir. Un gallo a lo lejos pronuncia su grito de guerra, anunciando el que para él será último día. Cuando llega al patio, el pelotón de fusilamiento espera en posición de descanso, y a una orden del capitán quedan todos firmes. Le atan al madero, le vendan los ojos para que no se le revienten con la descarga, y se hace el silencio.
‑ Prisionero, antes de morir ‑las palabras del oficial son amenazantes, casi burlonas‑, tiene derecho a expresar su última voluntad.
‑ Desearía ‑el prisionero apenas si tiene un hilito de voz‑ que todos ustedes estuvieran muertos, que todo esto fuese un sueño, una pesadilla, y que en este momento pudiera despertarme lejos de aquí, a salvo ...
Un molesto zumbido le va haciendo regresar a la realidad. ¿Dónde se encuentra? ¿Quién es la mujer que duerme a su lado? Salta de la cama y escucha a lo lejos un reloj que toca siete campanadas. No alcanza a comprender qué son todos esos objetos extraños que le rodean, ni para qué sirve la gran araña que cuelga del techo, pero su instinto le dice que debe darse prisa si no quiere llegar tarde al trabajo.
© Juan Ballester

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