jueves, 11 de septiembre de 2008

Usos y funciones del programa de mano

A ambos lados de la puerta de entrada, apilados sobre sendas mesitas, descansan los programas de mano, todos del mismo formato y en apariencia idénticos. Y sin embargo, qué diferentes unos de otros.

Lentamente pero sin descanso los dos montones van menguando y los ejemplares que lo componen son separados para siempre, secuestrados por las garras de los espectadores que se adentran en la oscuridad de la sala. Y en se­guida comienzan a ser diferentes.
El que ha ido a caer en la butaca tres de la fila ocho muy pronto se con­vierte en un abanico que ayuda a aliviar el calor reinante, y es tal la forma en que es agitado y zarandeado sin misericordia de un lado a otro, que acaba por ma­rearse y quedar deforme.
El del asiento once de la fila catorce, en cambio, es desplegado cui­da­dosamente y sirve como entretenimiento con su lectura hasta que comience la función. Sin duda su propietario es una persona cuidadosa y lo conservará intacto incluso después de que cese la representación, y es probable que acabe embu­tido entre las hojas de algún libro o depositado en una carpeta como recuerdo, junto a otros de diversa procedencia.
Algunos, sin embargo, van a correr distinta suerte. Por ejemplo, el del mu­chacho barbudo del segundo anfiteatro va a servir para que éste practique sus ha­bi­lidades en el difícil arte de la papiroflexia, y así, en el breve espacio de dos horas, pasará a convertirse en pajarita, en barquito, en rana o quien sabe si en casita con tejado. Y lo que es peor, al final quedará dolorido en cualquier rincón, trocado en avioncito que se hubiera visto forzado a hacer un aterrizaje de emer­gencia en el punto más inverosímil.
No muy diferente es la suerte que le espera al de la butaca doce de la fila tres, seguramente a causa de la mosca que la desinsectación no ha podido ex­terminar, de tal forma que enroscado sobre sí mismo, proporcionará a su dueño un improvisado matamoscas para golpear en el respaldo contiguo, en el asiento de terciopelo y aun en el pantalón recién estrenado, hasta quedar destrozado y lo que es peor, pegajoso cuando al fin el infeliz díptero sucumba ante un certero golpe.
Los hay que tendrán un cometido más pacífico. Así, el del asiento dos de la fila dieciocho, en una vergonzosa e incalificable maniobra, quedará muy pronto reducido a cucurucho en donde la pareja de adolescentes a quien les ha co­rres­pondido irán depositando las cáscaras de sabe Dios qué clase de frutos secos introducidos en el habitáculo de forma clandestina, hasta que por fin sea arrojado a una papelera como si fuera un infame papelucho.
Otros en cambio gozarán del privilegio de ser el gérmen de una relación, la excusa para que dos desconocidos que se han sentado juntos por mor del desti­no inicien una conversación trivial primero y más tarde se den a conocer sus nom­bres y direcciones. Un papel siempre resulta útil cuando se quiere anotar un nú­mero de teléfono por ejemplo.

Entre los más pequeños, el programa será una deliciosa diversión, con­ver­tido en mil y un fantásticos objetos: catalejo de un sanguinario pirata, altavoz de algún valeroso policía, antifaz de un enigmático enmascarado o gorro napoleó­nico para uso de retrasados mentales.
Y no faltará quien lo transforme en un práctico canutillo que, enroscado al­rededor del dedo índice, le permita rascarse las partes más inaccesibles de la espalda, o para tamborilear en cualquier ángulo de la butaca, como si fuera un instrumento de percusión.
Para la mayoría, sin embargo, el destino les tiene reservado pasar sin pena ni gloria unos minutos dentro de un bolsillo, más o menos oprimidos, para finalmente cubrir las aceras de las calles aledañas, de modo que al día siguiente los barrenderos tengan un motivo de acordarse de los antepasados de alguien mientras los estrujan con sus escobillas y los depositan en sus contenedores con ruedas, al lado de los más putrefactos residuos sólidos de la ciudad, de las piltra­fas más asquerosas.
Y sólo unos cuantos habrán quedado intactos en su montón, temerosos, a ambos lados de las puertas, aunque saben que no pueden cantar victoria todavía puesto que al día siguiente volverá a haber función y volverán a quedar a merced de esos impredecibles espectadores.

© Juan Ballester

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