Soñé que el cielo tenía tonos encarnados y que el agua del mar era blanca; que las palomas no sabían volar y que el duende que hechiza la noche danzaba en torno a un coro de margaritas.
Soñé que los arroyos se secaban y los caminos daban flor, que la música entraba por los ojos, que yo era el pastor de un rebaño de besos.
Soñé que al caer la tarde ya no volvía a levantarse, que los libros perdían sus letras como hojas que el otoño se lleva. Soñé que la felicidad consistía en deslizarme por un tobogán de suspiros y que las personas confiaban unas en otras.
Soñé que tras la lluvia torrencial nacían de la tierra las cabezas de los sabios de antaño, y que las locomotoras eran monstruos de anchas bocas que sembraban el caos.
Soñé que todo esto era mentira, soñé que no soñaba, y después soñé que todo era un sueño; me desperté soñando aún y vi que no había dormido, que en realidad mis sueños eran simples sueños y, desesperado, confuso, soñé que tú eras la culpable de que yo estuviese en vela toda la noche.
© Juan Ballester
lunes, 27 de octubre de 2008
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