EL INSOLITO CASO DE LA VIEJECITA QUE VENDIA CARAMELOS Y BOMBONES A LA PUERTA DE UN COLEGIO, Y DE SUS FORTUNAS Y ADVERSIDADES
Pues resulta que en realidad no era una vieja, sólo tenía cincuenta y siete años, tres meses y dieciocho días. Parecía una mujer mayor debido a que su cutis estaba hecho una pena (dense cuenta de que hablo del año 1.923, cuando Margaret Astor y Mari Pili Ponds eran unas desconocidas).
Además, ella no vendía caramelos, sino flores, concretamente violetas, y tampoco bombones porque al no ser un artículo popularizado todavía, su demanda era escasa.
Pero lo más curioso es que no lo vendía en ningún colegio, los niños de entonces eran pobres; se instalaba en la puerta del estadio de Chamartín, los domingos que había fútbol, y allí recitaba su cantinela a las parejas que salían de ver a su Madrid.
Así que esta vieja, que no era tan vieja, que vendía caramelos, es decir, flores, en la puerta de un colegio, que no era colegio sino campo de fútbol, es la protagonista de nuestra historia. Y en cuanto se percató de que hablábamos de ella, abrió su bolso, extrajo un frasquito de polvos -no me pregunten la marca, no entiendo de eso-, y se espolvoreó la nariz para adecentarse un poco. Se puso bien las peinetas, alisó su falda y dijo, con voz clara y concisa:
- Estoy lista.
Y siguió con sus coplillas a los enamorados, para ganarse unos reales. La estuvimos espiando hasta que regresó a su casa; nos interesaba saber algo de su vida diaria, si era soltera o casada (no existía aún el divorcio y monja no parecía), si tenía en su hogar una madre en silla de ruedas o un hijo en el servicio militar en África. La vimos entrar en un portal de la calle del Pez (para los curiosos, calle del Pez, seis), y supimos que era la portera. En su vivienda no encontramos más que un gato muy huraño y un canario triste, pero ni rastro de madres paralíticas. Resultó que solamente disponía de dos habitaciones, el comedor y el dormitorio, aparte de una cocina que por su tamaño parecía de juguete.
Estuvimos charlando con ella casi una hora, y nos dijo que su principal distracción era la televisión, y eso que faltaban muchos años para inventarla; y que a veces salía a casa de una amiga a rezar el rosario juntas. Nos ofreció una pasta, que lamentablemente estaba dura, y nos habló de su infancia, de su madre muerta tan joven (al parecer se le volcó la silla de ruedas encima cuando trataba de incorporarse), nos habló de su Ramón, el novio que se marchó a Cuba y no había vuelto; nos enseñó una cajita que ella guardaba con bolitas de colores; nos contó cosas de cuando iba a la zarzuela del brazo de su padre; en fin, nos relató todos esos detalles que en realidad no le interesan a nadie, y como se hacía tarde, nos despedimos de ella hasta otra ocasión, prometiendo volver pronto por allí. Y ya ven, han transcurrido sesenta años y no hemos vuelto; quién sabe si un día de estos me doy una vueltecita por Pez seis a ver qué tal sigue la mujer.
© Juan Ballester
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