La comedia en cuatro actos titulada “Agua, aceite y gasolina” se estrenó (es un decir) por la compañía González-Vico-Carbonell en el teatro de la Zarzuela de Madrid el 27 de febrero de 1946. Y digo es un decir, porque la batalla campal que se organizó la noche del estreno, apenas comenzada la comedia, hizo que el público apenas pudiera escuchar nada, y que por lo tanto es como si la obra no se hubiera llegado a estrenar ese día.
¿La razón? Creo que el crítico Alfredo Marqueríe lo explica perfectamente: los incidentes fueron promovidos por cierta camarilla, envidiosa y rencorosa, que no perdonaba al autor su espíritu independiente y su osada originalidad.
Pero empecemos por el principio.
Es esta sin duda alguna la gran olvidada de las comedias de Jardiel, y, a pesar de su titulo desafortunado, se trata de una pieza salpicada de ingenio, de lirismo y de comicidad, en la que no se pierde el interés en ningún momento.
Los diálogos son excelentes a lo largo de toda la obra, y no faltan los parlamentos largos para lucimiento de algunos actores. El primer acto -que más bien tiene características de prólogo- rebosa sabiduría y plantea una hermosa tesis, en la que se compara al ser humano con un motor, de forma que el agua es la salud, que Dios da y quita a su voluntad; el aceite es el dinero, que todo lo suaviza; y la gasolina es el amor, lo más importante en definitiva porque como agua se puede emplear vino, sin aceite se funciona mal aunque se chirríe un poco, pero sin gasolina-amor no andan ni los motores ni las personas.
Respecto al resto de la comedia, es sorprendente comprobar una vez más cómo los recursos humorísticos que saca Jardiel de la chistera de su ingenio son ilimitados. Basta fijarse en algunos de los personajes de la misma, dignos de la mejor antología: así, la Cosqui, una chica que lo mismo pega el regaliz chupado a un mueble para ver cómo sabe después, que se lamenta de que para ser importante haya que lavarse todos los días; Rocinante, el criado un tanto masoquista que odia su apodo pero en cambio pide que le llamen por él cuando se le nombra por su nombre verdadero; Estela, la criada que todo lo dice mal, al revés, aplicando una sintaxis un tanto peculiar; Brunequilda, la anciana charlatana a la que hay que callar con las grabaciones de sus propias parrafadas; o cómo no, el inefable doctor Sarols, que se pasa media obra leyendo de soslayo lo que previamente ha escrito en una libreta.
Junto a ellos, Mario Mariani, el protagonista, un escritor enamorado de Leticia, una mujer casada con la que ha planeado fugarse y que sin embargo le ha dejado tirado, y que en la imaginación del escritor acabará siendo sustituida por la Cosqui, quien de esta forma realiza dos papeles, en un verdadero alarde de interpretación.
Es esta sin duda alguna la gran olvidada de las comedias de Jardiel, y, a pesar de su titulo desafortunado, se trata de una pieza salpicada de ingenio, de lirismo y de comicidad, en la que no se pierde el interés en ningún momento.
Los diálogos son excelentes a lo largo de toda la obra, y no faltan los parlamentos largos para lucimiento de algunos actores. El primer acto -que más bien tiene características de prólogo- rebosa sabiduría y plantea una hermosa tesis, en la que se compara al ser humano con un motor, de forma que el agua es la salud, que Dios da y quita a su voluntad; el aceite es el dinero, que todo lo suaviza; y la gasolina es el amor, lo más importante en definitiva porque como agua se puede emplear vino, sin aceite se funciona mal aunque se chirríe un poco, pero sin gasolina-amor no andan ni los motores ni las personas.
Respecto al resto de la comedia, es sorprendente comprobar una vez más cómo los recursos humorísticos que saca Jardiel de la chistera de su ingenio son ilimitados. Basta fijarse en algunos de los personajes de la misma, dignos de la mejor antología: así, la Cosqui, una chica que lo mismo pega el regaliz chupado a un mueble para ver cómo sabe después, que se lamenta de que para ser importante haya que lavarse todos los días; Rocinante, el criado un tanto masoquista que odia su apodo pero en cambio pide que le llamen por él cuando se le nombra por su nombre verdadero; Estela, la criada que todo lo dice mal, al revés, aplicando una sintaxis un tanto peculiar; Brunequilda, la anciana charlatana a la que hay que callar con las grabaciones de sus propias parrafadas; o cómo no, el inefable doctor Sarols, que se pasa media obra leyendo de soslayo lo que previamente ha escrito en una libreta.
Junto a ellos, Mario Mariani, el protagonista, un escritor enamorado de Leticia, una mujer casada con la que ha planeado fugarse y que sin embargo le ha dejado tirado, y que en la imaginación del escritor acabará siendo sustituida por la Cosqui, quien de esta forma realiza dos papeles, en un verdadero alarde de interpretación.
La comedia, a pesar de sus extraordinarios méritos artísticos, de su perfecta conjunción entre humor y lirismo, de su variedad de recursos y tipos y de su excelente argumento, es sin embargo de las menos conocidas y de las menos representadas de su autor.
© Juan Ballester
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