sábado, 28 de febrero de 2009

Agua, aceite y gasolina

La comedia en cuatro actos titulada “Agua, aceite y gasolina” se estrenó (es un decir) por la compañía González-Vico-Carbonell en el teatro de la Zarzuela de Madrid el 27 de fe­brero de 1946. Y digo es un decir, porque la batalla campal que se organizó la noche del estreno, apenas comenzada la comedia, hizo que el público apenas pudiera escuchar nada, y que por lo tanto es como si la obra no se hubiera llegado a estrenar ese día.

¿La razón? Creo que el crítico Alfredo Marqueríe lo explica perfectamente: los incidentes fueron promovidos por cierta camarilla, envidiosa y rencorosa, que no perdonaba al autor su es­píritu independiente y su osada originalidad.

Pero empecemos por el principio.

Es esta sin duda alguna la gran olvidada de las comedias de Jardiel, y, a pesar de su ti­tulo desafor­tunado, se trata de una pieza salpicada de ingenio, de lirismo y de comicidad, en la que no se pierde el interés en ningún momento.
Los diálogos son excelentes a lo largo de toda la obra, y no faltan los parlamentos largos para lu­cimiento de algunos actores. El primer acto -que más bien tiene características de pró­logo- re­bosa sabiduría y plantea una hermosa tesis, en la que se compara al ser humano con un motor, de forma que el agua es la salud, que Dios da y quita a su voluntad; el aceite es el dinero, que todo lo suaviza; y la gasolina es el amor, lo más importante en definitiva porque como agua se puede emplear vino, sin aceite se funciona mal aunque se chirríe un poco, pero sin gasolina-amor no andan ni los mo­tores ni las personas.
Respecto al resto de la comedia, es sorprendente comprobar una vez más cómo los recursos hu­morísticos que saca Jardiel de la chistera de su ingenio son ilimitados. Basta fijarse en algunos de los personajes de la misma, dignos de la mejor antología: así, la Cosqui, una chica que lo mismo pega el regaliz chupado a un mueble para ver cómo sabe después, que se lamenta de que para ser importante haya que lavarse todos los días; Rocinante, el criado un tanto masoquista que odia su apodo pero en cambio pide que le llamen por él cuando se le nombra por su nombre ver­dadero; Estela, la criada que todo lo dice mal, al revés, apli­cando una sintaxis un tanto pe­cu­liar; Brunequilda, la anciana charlatana a la que hay que callar con las grabaciones de sus pro­pias parrafadas; o cómo no, el inefable doctor Sarols, que se pasa media obra leyendo de sos­layo lo que previamente ha escrito en una libreta.
Junto a ellos, Mario Mariani, el protagonista, un escritor enamorado de Leticia, una mujer casada con la que ha planeado fugarse y que sin embargo le ha dejado tirado, y que en la imaginación del escritor acabará siendo sustituida por la Cosqui, quien de esta forma realiza dos papeles, en un verdadero alarde de interpretación.


La comedia, a pesar de sus extraordinarios méritos artísticos, de su perfecta conjunción entre humor y lirismo, de su variedad de recursos y tipos y de su excelente argumento, es sin embargo de las menos conocidas y de las menos representadas de su autor.

© Juan Ballester

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