viernes, 6 de febrero de 2009

El tren de la nada

El tren espera
quieto en el andén.
Yo abandono la acera,
subo la escalera
porque ése es mi tren.
Coloco mis maletas
que nunca estuvieron repletas
y tomo unas galletas
que son mi desayuno.
Las gentes me miran,
se retiran,
pero no sube ninguno.
El tren se cierra,
se marcha de esta tierra
que me ha visto morir.
Sólo tiene dos vagones:
el mío
y el de mis ilusiones.
El tren va a partir,
hace frío
y nadie aguarda
la partida,
solamente un guarda
toca el silbato
en la estación sin vida
y al cabo de un rato
el tren arranca.
Su humareda blanca
por el aire se extiende
y la sirena
al resonar, pretende
restregar mi pena
entre el polvo y la arena.
El tren se aleja,
mi alma se queja
y el humo de las chimeneas
de la máquina vieja
inunda las azoteas.
El tren me lleva
atravesando colinas
hacia una vida nueva.
A lo lejos, las encinas
y los campos marchitos
saludan al pasar,
me consuelan a gritos
por mi hondo pesar.
Aún no he visto el mar,
aún no he visto
la tierra donde existo,
la que me vio soñar
los colores con que revisto
mi caminar.
El tren se escapa,
me saca del mapa,
del mundo conocido.
A ratos no hace ruido,
a ratos
sus ruedas de hierro
que fueron a mi entierro
sin zapatos
parece que volaran,
como si me sacaran
de un pasado destierro.
El tren avanza,
a veces en lontananza
veo casas
que nadie habita,
veo tierras de labranza
con sus cosechas escasas.
El tren se precipita
por túneles y valles,
por un campo sin calles
y un paisaje sin detalles.
Miro luego hacia dentro
y el tren está vacío,
no hay nadie en torno mío,
con nadie me encuentro.
Todo el paisaje está seco
y sólo escucho el eco
de mi pensamiento.
El tren no para,
va cortando el viento
que golpea en mi cara,
y yo, en el asiento,
silencioso y atento,
me como otra galleta.

© Juan Ballester

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