Me esperaba, ya veis, con paciencia y sin prisa,
fumando un cigarrillo, tras cualquier bocacalle,
cuidando atentamente el mínimo detalle
con una mueca extraña y en actitud sumisa.
Alguien le habló de mí, un demonio sin duda,
un duende disfrazado, un ángel vengativo;
le debió dar mis datos, le dijo donde vivo,
y le engañó vilmente en vez de darle ayuda.
Él pensó que tal vez, que quizás o que acaso
a mi lado tendría un hogar, un futuro;
nadie le advirtió nunca que nunca tuve un duro
y que en esto del verso no pasé de payaso.
Yo nada sospechaba de aquella estratagema,
de ese sujeto anónimo, de esa red de espionaje,
nada hacía pensar, ni su aspecto o su traje,
que aquél fuera el preludio de un hermoso poema.
Pero ya era muy tarde, el mal ya estaba hecho,
imposible la huida, impensable el regreso;
en apenas tres versos lo agarré, quedó preso
y lo llené de lágrimas, guardándolo en mi pecho.
Mala suerte tuviste, poema de madera
cayendo entre mis manos, torpes como dos cepas;
dormirás esta noche, aunque tú no lo sepas,
sobre un cartón mugriento, tirado en una acera.
Y quedarás por siempre prendido a mi cuaderno
oculto entre dos páginas que acaso nadie lea,
poema sin remedio, sin contorno ni idea,
que has cambiado la gloria por un mediocre infierno.
© Juan Ballester
jueves, 19 de marzo de 2009
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