martes, 28 de julio de 2009

Un fantasma con orejas

No es por presumir, pero en nuestra familia sentimos un cierto orgu­llo por tener un fantasma con orejas. En la Asociación de Propietarios de Ca­sas Encantadas nos informaron que en la actualidad existen unas siete mil viviendas que de una forma o de otra tienen un inquilino incorpóreo, pero cuando les preguntamos cuántos de esos huéspedes invisibles tienen orejas, no supieron darnos datos veraces, puesto que es muy complicado elaborar un censo exhaustivo de fantasmas, por las dificultades que eso conlleva. Los hay, sí, con bigote, según nos dijo la señorita de recepción, y también con la cara picada de viruelas; los hay que usan babuchas y gorro de dormir o que se pasean por el techo de las habitaciones con un guaca­mayo posado en el hombro. Pero de orejas no nos dijeron nada.
Y es que no hay duda. Nuestro fantasma, el espectro de la tía Serafina, exhibe un magnífico par de orejas que producen una corriente de aire que se percibe a varios metros de distancia. No puede negar su perte­nencia a la familia, pues muchos de sus actuales miembros hemos desa­rrollado hasta más allá de lo razonable los mencionados apéndices. Ade­más, existe un retrato de allá por mil novecientos dos, en el que la buena señora -a la sazón de treinta y cuatro años- ya se caracterizaba por sus monstruosos pabello­nes auditivos.
La peculiaridad física de nuestro fantasma no tendría mayor trascen­den­cia si se materializase con aspecto humano. En ese caso, a nadie le ex­tra­ñaría cruzarse por los pasillos con un merodeador silencioso, algo pasado de moda en su indumentaria, pero con un cierto porte elegante y solemne al fin y al cabo. No, lo más insólito es que la tía Serafina pertenece a la vieja escuela, y gusta de envolverse en una gran sábana, para colmo de rayas ro­sas en lugar de blanca, con dos pequeñas aberturas para los ojos y dos agujeros de tamaño bastante considerable para dejar al descubierto sus desproporcionadas orejas. De esta forma, su aspecto resulta tan cómico, que lejos de asustar a los que se cruzan en su camino, produce más bien deseos de prorrumpir en una carcajada al verla.



La tía Serafina, según las historias que circulan entre los abuelos y demás vejestorios que aún la recuerdan, siempre tuvo un excelente sentido del hu­mor. Le gustaba disfrazarse de las cosas más raras y extravagantes, y no era infrecuente oírla ladrar o maullar o cacarear por toda la casa a altas horas de la madrugada. Muchos dicen ahora y dijeron en su época que estaba loca, pero sin duda son exageraciones. También yo, por ejemplo, me paso bas­tantes noches subido en el tejado de la casa y allí me pongo a aullar a la luna, y no por eso soy un desequilibrado. O mi padre, que duer­me siempre con un hacha debajo de la almohada para prevenir posibles ataques de asma, según afirma. Y nadie se plantea que su salud mental esté en peligro. Lo que pasa es que la gente es muy chismosa y les encanta po­nerle califi­cativos a todo.
Sí, definitivamente el fantasma de la tía Serafina es inofensivo. No le gus­ta asustar a nadie, salvo que se trate de un caso excepcional. Normal­mente se dedica a vagabundear por las habitaciones recitando el Tenorio, pero a veces despliega todo su repertorio de sonidos ululantes y echa mano de las viejas cadenas olvidadas en el sótano para alejar a vendedores incautos, cobradores inoportunos, vecinos impertinentes y hasta ladrones enmascara­dos, para no hablar de las visitas intempestivas o de los parientes lejanos que se toman excesivas confianzas y no acaban de marcharse nunca, por más que no les ofrezcamos ni un mísero café con pastas.
A mí me hace gracia la agilidad con la que sube las escaleras a pesar de su apariencia de anciana venerable, y lo hace tan suavemente que ni siquiera roza los escalones. Únicamente la sentimos llegar por el pequeño remolino que provocan sus orejas. Aunque no habla, se lo pasa en grande ella sola, riéndose de cuanto encuentra a su paso. No en vano la tía Serafina tuvo el raro don de morirse de un ataque de risa, según consta en el certifi­cado de defunción que todavía se conserva en una de las vitrinas del salón.
En los últimos meses hemos tenido problemas económicos y nos hemos planteado cambiarnos de casa, pues resulta demasiado grande para quienes la ocupamos actualmente, aparte del dineral que supone pagar al ser­vicio do­méstico, los impuestos, arbitrios y no sé cuántas cosas más. Pero todos los intentos por venderla han sido en vano: la tía Serafina ahuyenta a cualquier posible comprador que viene a echar una ojeada. Y como a nadie le apetece tener un espectro haciendo chiquilladas por las habitaciones, y menos todavía si el aparecido en cuestión no es de confianza, todos huyen despavoridos sin pensárselo dos veces, con lo que de paso nuestra residen­cia familiar está cogiendo una fama terrible que probablemente nunca nos podremos quitar.
Así que no nos queda más remedio que seguir aquí hasta que a la tía se le antoje terminar con esta bromita que dura ya medio siglo y volverse al pan­teón familiar, a descansar durante una temporada. Pero como es infati­gable, como es ligera como una pluma e inocente como un niño, no cree­mos, francamente, que esta posibilidad tenga visos de cumplirse, al menos por ahora.

© Juan Ballester

1 comentario:

  1. Sigo sin PC de sobremesa, sin mis archivos de voz, sin este cuento leído por mí en aquellos tiempos de "radio 41ypico".
    Me sigue encantando esa frescura que transmite, esa sonrisa que saca, esos momentos que evoca. En definitiva, todo el cuento en sí mismo.
    Un abrazo

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