miércoles, 9 de diciembre de 2009

El baile de las medallas

Asistimos con más frecuencia de la quisiéramos a la triste noticia de que un deportista ha sido ‘pillado’ en un control antidopaje, o que los remordimientos le han llevado a confesar espontáneamente que hizo trampas en la competición tomando alguna sustancia prohibida y no detectada por los posteriores controles.

Los casos más sonoros y escandalosos se producen en ciclismo y en atletismo, dos deportes emblemáticos y que cuentan con millones de seguidores en todo el planeta. Cada vez que se descubre un nuevo fraude, es como una bofetada en pleno rostro, en especial si ese caso corresponde a un atleta de primera fila, a un ídolo caído. Así ha sucedido recientemente con nuestro Paquillo Fernández, quien, a pesar de la presunción de inocencia a la que tiene derecho cualquier persona y que por supuesto él mismo autoproclama, parece que no tiene mucha escapatoria, porque cada uno es responsable de lo que se esconde o almacena en su propia casa, con independencia de que sea para consumo propio o ajeno, que ambas cosas son igualmente execrables.

En el otro extremo, está el deportista arrepentido que libremente declara de buenas a primeras que tomó tal o cual sustancia prohibida para mejorar su rendimiento. Sin duda, el caso más sonado entre los que así actúan es el de la atleta estadounidense Marion Jones, reina de los juegos de Sydney 2000 con un apreciable bagaje en lo que se refiere a metales acumulados, por no hablar de su belleza y simpatía, que hace más sangrante aún su estafa deportiva. Como se sabe, su declaración le supuso la suspensión como atleta profesional y prácticamente el fin de su carrera deportiva, así como el ser borrada del palmarés de las pruebas en que participó.

Pero por mucho que estos tramposos reciban su merecido, el daño que han originado no sólo a los amantes del deporte, sino a sus competidores, es ya irreparable. Pensemos en la ceremonia de entrega de medallas, en la emoción de ver ondear en tu honor la bandera de tu país, incluso en el himno nacional, si la medalla obtenida es de oro. Pensemos en las fotografías de los tres vencedores, en las enciclopedias en donde el nombre del deportista de turno se ha impreso con letras de oro… Y de repente, al descubrirse la trampa, todo eso deja de tener sentido, y por mucho que los organismos deportivos le exijan la devolución de la(s) medalla(s) y hasta del montante económico obtenido -caso de haberlo-, nadie podrá quitar de nuestras retinas y de nuestra memoria colectiva el nombre y hasta el rostro de aquel o aquella atleta antes héroe y ahora tramposo(a). Y aunque las enciclopedias multimedia sean capaces de borrar el nombre del atleta tramposo de las listas de laureados, no sucederá lo mismo con la prensa escrita que descansa en las hemerotecas, ni con las enciclopedias de papel o las camisetas estampadas con el rostro y el nombre del falso vencedor.

Y es que con el paso del tiempo nadie recuerda a quien quedó el segundo o el tercero, y menos al cuarto, y por más que las decisiones federativas pongan a cada uno en su sitio, aquel que en su día fue segundo ya no tendrá la posibilidad de escuchar su himno, de ver ondear la bandera de su país en lo más alto del mástil, etc., y si hablamos del cuarto clasificado que por mor de la descalificación de algún competidor se convierte de repente en tercero, todavía será peor, porque tendrá siempre el mal sabor de boca que deja ‘ese puesto que nadie quiere’, y ni siquiera tendrá un recuerdo fotográfico de su subida al podium, de su medalla colgada al cuello, de la bandera de su país, del aplauso de todo un estadio y de millones de compatriotas que lo están viendo a través de la pequeña pantalla.

Así de triste es a veces el juego limpio. Para que luego digan que la honradez tiene su recompensa. ¿Quién recompensará por ejemplo a Óscar Pereiro del baño de multitudes que no pudo darse en los Campos Elíseos de París y del paseo triunfal por las calles de la ciudad de las luces, del que fue privado por las malas artes de un competidor rufián?

© Juan Ballester

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