Me refiero, por ejemplo, a la máquina de escribir. Ya nadie tiene una máquina de escribir. Bueno, a decir verdad, en alguna Notaría he visto agonizar a alguno de los últimos especímenes que aún sobreviven a la era de la tecnificación electrónica. Y si están allí, es para algo tan prosaico y falto de romanticismo como es rellenar una letra de cambio. Porque todo lo demás, que yo sepa, se hace mediante ordenador.
Qué tristeza, haber perdido aquel sonido machacón de las viejas máquinas de escribir, esa martilleo como el de las ametralladoras, hilvanando palabras con esa especie de tentáculos que avanzaban según se iba apretando las teclas con los dedos. El sonido de los teclados del ordenador ya no es igual, es más seco, más de plástico. Y qué decir cuando los dedos torpes provocaban aquellas montoneras de letras buscando a la vez el ínfimo contacto con el papel. O ese sonido como una campana que nos avisaba que el renglón se terminaba y había que darle a la palanca manualmente para que cambiase al renglón siguiente. Qué pena que ya nada de eso sobreviva, que sea una dolorosa prehistoria, aunque los modernos teclados hayan conservado la distribución de las letras.
Y ¿qué decir del entrañable sello de correos? Para empezar, la gente ya no escribe cartas, sino esos horribles sms, que son la reducción a la minima expresión de la capacidad de comunicarnos los unos con los otros, o a lo sumo los impersonales correos electrónicos, en donde naufragan los grafólogos y agonizan los coleccionistas de recuerdos. ¡Qué placer perdido, el de conservar aquellas cartas de adolescentes, embriagarse en el perfume peculiar de cada papel y de cada mano, que años después nos transportaban a tiempos añorados! ¡Qué de sentimiento desprendían las misivas escritas a mano, con sus caligrafías peculiares, con sus renglones apretados o torcidos, con sus tintas de colores y sus rasgos que tanto tenían que ver con la personalidad de cada uno! Y volviendo a los sellos, qué emoción cuando nos escribían desde lejanos países, con estampillas llenas de motivos exóticos, con caras de personajes famosos, con motivos florales, con edificios, con trocitos de cultura y de historia pegados a cada sobre... Cada carta era un torrente de emociones no sólo por su contenido, sino también por su envoltorio, siempre diferente.
Ya nadie escribe cartas a mano; si acaso queda el pequeño oasis de las felicitaciones navideñas, que también poco a poco van sucumbiendo ante las nuevas tecnologías. Y ya nadie utiliza sellos, pues hasta la correspondencia masiva de los bancos lleva simplemente la marca de un tampón completamente impersonal. Y así, los filatélicos han resultado ser unos bichos de la época de los dinosaurios que se extinguirán por su propia endogamia, víctimas del progreso y de los avances tecnológicos.
También han pasado a la noche de los tiempos las viejas casettes y las cintas de video, que durante una época no muy lejana parecieron invadir millones de hogares en todo el mundo. De repente se convierten en una reliquia obsoleta, y ni siquiera existen ya máquinas capaces de reproducirlos. ¿Quién los conserva ya, y sobre todo, para qué, si la tecnología les hizo pagar con el olvido y la obsolescencia? Las casettes que fueron nuestras inseparables compañeras de viaje durante tantos y tantos miles de kilómetros, de repente han pasado a ser engullidos por el CD primero, por el DVD más tarde, y por el mp3 después, y a caer en el más absoluto de los silencios. Cierto es que en los viejos equipos de música todavía queda espacio para estas reliquias, pero no me imagino a nadie, y menos aún la gente joven, empleando semejantes artilugios cuando en un moderno reproductor cabe lo mismo que en cientos de aquellos arcaicas casettes.
En fin, son los daños colaterales que produce el progreso...
Qué tristeza, haber perdido aquel sonido machacón de las viejas máquinas de escribir, esa martilleo como el de las ametralladoras, hilvanando palabras con esa especie de tentáculos que avanzaban según se iba apretando las teclas con los dedos. El sonido de los teclados del ordenador ya no es igual, es más seco, más de plástico. Y qué decir cuando los dedos torpes provocaban aquellas montoneras de letras buscando a la vez el ínfimo contacto con el papel. O ese sonido como una campana que nos avisaba que el renglón se terminaba y había que darle a la palanca manualmente para que cambiase al renglón siguiente. Qué pena que ya nada de eso sobreviva, que sea una dolorosa prehistoria, aunque los modernos teclados hayan conservado la distribución de las letras.
Y ¿qué decir del entrañable sello de correos? Para empezar, la gente ya no escribe cartas, sino esos horribles sms, que son la reducción a la minima expresión de la capacidad de comunicarnos los unos con los otros, o a lo sumo los impersonales correos electrónicos, en donde naufragan los grafólogos y agonizan los coleccionistas de recuerdos. ¡Qué placer perdido, el de conservar aquellas cartas de adolescentes, embriagarse en el perfume peculiar de cada papel y de cada mano, que años después nos transportaban a tiempos añorados! ¡Qué de sentimiento desprendían las misivas escritas a mano, con sus caligrafías peculiares, con sus renglones apretados o torcidos, con sus tintas de colores y sus rasgos que tanto tenían que ver con la personalidad de cada uno! Y volviendo a los sellos, qué emoción cuando nos escribían desde lejanos países, con estampillas llenas de motivos exóticos, con caras de personajes famosos, con motivos florales, con edificios, con trocitos de cultura y de historia pegados a cada sobre... Cada carta era un torrente de emociones no sólo por su contenido, sino también por su envoltorio, siempre diferente.
Ya nadie escribe cartas a mano; si acaso queda el pequeño oasis de las felicitaciones navideñas, que también poco a poco van sucumbiendo ante las nuevas tecnologías. Y ya nadie utiliza sellos, pues hasta la correspondencia masiva de los bancos lleva simplemente la marca de un tampón completamente impersonal. Y así, los filatélicos han resultado ser unos bichos de la época de los dinosaurios que se extinguirán por su propia endogamia, víctimas del progreso y de los avances tecnológicos.
También han pasado a la noche de los tiempos las viejas casettes y las cintas de video, que durante una época no muy lejana parecieron invadir millones de hogares en todo el mundo. De repente se convierten en una reliquia obsoleta, y ni siquiera existen ya máquinas capaces de reproducirlos. ¿Quién los conserva ya, y sobre todo, para qué, si la tecnología les hizo pagar con el olvido y la obsolescencia? Las casettes que fueron nuestras inseparables compañeras de viaje durante tantos y tantos miles de kilómetros, de repente han pasado a ser engullidos por el CD primero, por el DVD más tarde, y por el mp3 después, y a caer en el más absoluto de los silencios. Cierto es que en los viejos equipos de música todavía queda espacio para estas reliquias, pero no me imagino a nadie, y menos aún la gente joven, empleando semejantes artilugios cuando en un moderno reproductor cabe lo mismo que en cientos de aquellos arcaicas casettes.
En fin, son los daños colaterales que produce el progreso...
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