Sí, lo reconozco. Me hubiera gustado inaugurar esta nueva sección de mi blog dedicada a Bob Dylan, o lo que es lo mismo, al más grande genio de la música del siglo XX, escribiendo algo brillante, algo nuevo y original, diciendo de él o de su obra algo que nadie antes haya dicho, encontrando alguna conexión oculta, algún parecido asombroso, alguna pista no rastreada que conduzca a una nueva interpretación de alguno de los textos del gigante de Minnesota. Tarea esta nada fácil, desde luego, sabiendo que son miles los libros, artículos, tesis doctorales y reportajes que han analizado, clasificado, definido, defendido, atacado, cuestionado o ensalzado, por activa y por pasiva, a esta rara avis dentro de un mundo que viaja inexorablemente hacia su propia autodestrucción. Eso, sin contar con la infinidad de páginas web en donde puede encontrarse todo lo referente a Bob Dylan calculado milimétricamente desde todos los ángulos posibles.
Pero no, ay de mí, la triste realidad es otra. La triste realidad me hace bajar de la nube, dejar mi ego tirado por los suelos y me fuerza a conformarme con redactar deprisa y corriendo una serie de frases llenas de comas, que incluso cuesta leer de un tirón, una serie de reflexiones un tanto deshilachadas, unos renglones incapaces siquiera de captar la atención del lector más benevolente.
Dylemas es el nombre que he escogido para titular este conjunto de reflexiones, de soliloquios, de ensayos mal ensayados. Dilemas acerca de Bob Dylan, dilemas acerca de sus poemas, acerca de sus textos enmarañados y a menudo difíciles de digerir. Dilemas que nos acercan a un personaje inimitable que una y otra vez trata de ser imitado por una multitud de admiradores o de listillos o de ambas cosas a la vez. Dilemas de un tipo singular que huye de sí mismo desde hace décadas y que va dejando tras de sí un rastro de seudónimos, una estela de canciones y un sinfín de conciertos que bañan todos los rincones del planeta y que parecen prolongarse más allá del espacio y del tiempo, hasta el infinito.
Hablar de Bob Dylan es un poco como hablar sobre Dios. Crees en él o no crees; te gusta o no te gusta. Y así como hay millones de ateos y agnósticos en el mundo, y millones de herejes, así como hay también millones de cristianos, budistas, taoístas, musulmanes, anglicanos, ortodoxos, judíos, mormones, adventistas y seres humanos que abrazan convicciones o sectas de los más diversos pelajes, de igual manera hay incondicionales de Highway 61 Revisited, partidarios de Blonde on Blonde, devotos de Blood on the Tracks, fanáticos de Time out of Mind; de igual forma, digo, hay quien se enrola en las filas del Dylan-folk, o quienes lo hacen en el ejército del Dylan-ácido, los que se apuntan a las huestes del Dylan-cantautor o quienes simplemente se deleitan con el Dylan-hogareño o con el Dylan-amante.
Lo cierto es que a nadie se le escapa que, al igual que en la cronología de la humanidad existe un antes y un después del nacimiento de Cristo, también en la historia de la música hay (o habrá, cuando pasen algunos años) un antes y un después de Dylan, o si me apuran, un antes y un después de Like a rolling stone...
Cuando nos hallamos ante un personaje de tal magnitud siempre quedan cientos de incógnitas por despejar, misterios por averiguar, facetas por esclarecer, datos por contrastar, hipótesis por barajar, conexiones por establecer... Y en cambio, yo sigo aquí como un imbécil llenando un folio con palabras vacías y gastadas que me hacen bajar de la nube y volver a mi triste realidad: He asumido el compromiso de hablar de poesía, de libros, de textos relacionados con Dylan; se supone que estaba aquí para escribir algo original. Y en cambio, ¿qué llevo escrito hasta ahora? Nada, absolutamente nada, solo unos tristes renglones que esperan con angustia el momento de caer arrugados y marchitos en la papelera más cercana.
© Juan Ballester
jueves, 10 de abril de 2008
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