lunes, 7 de abril de 2008

Erratas

Etimológicamente, la palabra 'errata' viene del latín errata, plural de erratum, y significa cosa errada. El DRAE la define escuetamente como la 'equivocación material cometida en lo impreso o manuscrito'.

La errata, que es la principal causa de enfermedad de los textos escritos, puede presentarse de diversas formas. Las más comunes son:
- la omisión, repetición o adición involuntaria de una palabra o grupo de palabras, dentro de una frase.
- idem de una letra o letras.
- idem de un signo ortográfico (tilde, diéresis, etc.).
- idem de un signo de puntuación (punto, coma, dos puntos, etc.).
- la sustitución involuntaria de una letra por otra dentro de una misma palabra (palo/pelo).
A este tipo de errata se le denomina paragrama.
- el empleo de letras mayúsculas en vez de minúsculas y viceversa.

Muchos son los sinónimos empleados para referirse a las erratas: mentira, mosca, perla, gazapo, mendacio, yerro de imprenta, etc.
La voracidad de las erratas es tal que resulta muy dificil encontrar un texto que esté libre de semejante lacra, hasta tal punto que en una ocasión resultó que un libro se había impreso sin que en sus páginas se hubiera cometido desliz tipográfico alguno, y el editor quiso celebrarlo y hacerlo saber a sus lectores, de forma que insertó en la última página un texto que decía así:

En este libro no hay ninguna erata.

Y el pobre editor tuvo que rendirse a la evidencia, pues algun malvado duende había decidido quitarle una erre a la palabreja, demostrando al mismo tiempo que es imposible librarse de tales parásitos.

Se han escrito frases ingeniosas e incluso ensayos más o menos amplios relativos a las erratas, y no faltan incluso los que las han ido recopilando y entresacándolas de aquí y de allá.
Ramón Gómez de la Serna escribió que 'las erratas son primas hermanas de las ratas', o que 'el colmo de la errata es poner herrata'. Jardiel Poncela, a quien me referiré en otra ocasión, diagnosticó que 'la errata es el microbio de las imprentas', o que 'las erratas son el escudo con que se defienden los escritores que no saben escribir'. Y hasta este humilde aprendiz que suscribe estas líneas se ha atrevido a hacer una incursión en el tema diciendo que "las erratas son los polizones del lenguaje" o que "humanizan la literatura y los grandes discursos, quitándoles parte de su solemnidad".

Desde época antigua, se ha tenido especial cuidado por parte de algunos editores en detectar y corregir las erratas cometidas en las obras que publican, sobre todo en las de carácter técnico, empleando para ello la llamada Fe de erratas, que no es otra cosa sino una lista de las erratas observadas en un libro, inserta al final o al comienzo del mismo, o bien en hoja aparte, con la enmienda que de cada una debe hacerse. Dicha lista es muchas veces necesaria para la debida comprensión del texto, y no faltan opiniones al respecto. Así, el impresor español del s. XVIII Joaquín Ibarra manifestó que "una obra no es perfecta si le falta la fe de erratas", mientras que Johannes Forben, impresor de Basilea del s. XVI opinaba que "quien compra un libro lleno de erratas, no compra un libro sino una molestia".

La primera Fe de erratas de la que se tiene noticia apareció en una edición francesa de las "Sátiras" de Juvenal en 1478. En España, la fe de erratas fue un requisito legal a partir de 1558.

A veces las erratas crean interesantes figuras literarias. Es el caso de lo que aconteció no hace mucho con un periódico, que se hacía eco de las declaraciones de un tal José Alcaraz (portavoz del PSC), quien opinaba que si al gobierno de Aznar se le hubiera ocurrido traer al "Prestige" hasta aguas cercanas a Canarias, "el riego habría sido mucho mayor". Obviamente Alcaraz habló de 'riesgo' y no de 'riego', pero la errata acaba por enriquecer la frase, puesto que realmente el vertido del "Prestige" fue un verdadero riego de petróleo por todo el atlántico, mientras que sin dicha errata la frase resulta un tanto anodina.

Otro ejemplo en donde la errata embellece la frase tuvo lugar en un verso de Alfonso Reyes "más adentro de la frente", que de forma involuntaria fue convertida por una errata en esta otra: "mar adentro de la frente".

Igualmente sucedió que alguien, para referirse a un insigne anciano, queriendo decir que era una 'leyenda viviente', se trastabilló y afirmó que se trataba de una 'vivienda leyente'.
De ahí que no vaya desencaminado Amando de Miguel cuando afirma que "las erratas mejoran el texto".

Hay erratas que conducen a la risa, como la cometida en la primera edición de "Arroz y tartana" de Vicente Blasco Ibáñez, que decía "Aquella mañana, doña Manuela se levantó con el coño fruncido" (por ceño).

También es célebre la que sufrió el poeta Garcilaso, en un verso que en vez de decir "Y Mariuca se duerme y yo me voy de puntillas" dice "Y Mariuca se duerme y yo me voy de putillas".
A veces, la errata viene motivada por la ausencia de una tilde, y así puede suceder como a aquel hombre que dijo necesitar una secretaria con "ingles", en vez de con inglés.

Aunque casi todas las erratas surgen de forma involuntaria, no faltan las que son obra de 'listillos' que piensan que el manuscrito que han de imprimir está equivocado y se permiten el lujo de enmendarles la plana. Así, en cierta ocasión, un texto hacía referencia al poeta Garciasol (o sea, Ramón de Garciasol, n. en 1913) y lo convirtieron en Garcilaso por obra y gracia del Espíritu Santo. Algo parecido le sucedió a don Alonso de Ercilla, a quien algún listillo le atribuyó el poema épico La Araucaria (que como sabemos, es el nombre de una planta), en lugar de La Araucana, que es la obra que en realidad escribió el maestro Ercilla.

Otra errata que se repite con demasiada habitualidad es la que confunde los apellidos del ganadero Eduardo Miura y del comediógrafo Miguel Mihura, y así no sería de extrañar que haya toreros que acabarán lidiando comedias de don Miguel y lectores o espectadores que se enfrentarán a los astados de don Eduardo.

Las erratas, en fin, parecen tener vida propia y caprichos inexplicables, y no sería raro que tuvieran la tentación de convertir los centauros en cántaros, o a un hijo pródigo en un prodigio.

Juan Ballester

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