jueves, 1 de octubre de 2009

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. La luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.


¿Qué decir de esta maravilla? Es uno de esos relatos que uno no se cansa nunca de leer, una verdadera obra maestra del género, que produce un cosquilleo interior, una sensación semejante a la de una patada en el estómago o un chapuzón en las heladas aguas del polo norte.
Siempre he tratado de encontrar la frontera que delimita lo que es la lectura del protagonista y lo que es su propia realidad (o quizá sería más exacto decir su irrealidad, tratándose de un personaje de ficción), ese momento a partir del cual el personaje lector empieza a formar parte de novela que tiene entre sus manos, o viceversa, que los otros dos personajes salen de la novela y se integran en la vida del personaje lector. Y el genio de Cortázar es tal, que podríamos hallar varios puntos donde sucede tal cambio de escenario, donde el relato se convierte –empleando una terminología teatral- en metarrelato. Es como esos objetos imposibles, como esas escaleras de caracol con truco en las que, aunque desciendas, siempre acabas llegando de nuevo al comienzo, al peldaño inicial.
Por lo demás, hay detalles que lo engrandecen aún más, aparte de su riqueza de matices, como esa forma de recrearse en detalles aparentemente insustanciales, sin que por ello pierda su brevedad, o empleando una expresión del propio Cortázar, cómo podemos ir desgajando línea a línea todo lo que rodea el núcleo central de la trama, que se condensa de forma milagrosa en apenas unos renglones, sin que sobre ni falte detalle.
Conforme llegamos al final, va subiendo la tensión, con introducción en la escena de diversos elementos de novela negra, como si todo respondiese a un plan preconcebido de antemano: el seto para ocultarse, la ausencia del vigilante, la mansedumbre de los perros que custodian la casa, el vacío en las restantes habitaciones, etc., hasta llegar al objetivo final, cuando se cierra completamente el círculo.
Es innecesario pues seguir narrando la escena final: el intruso no va a fallar el golpe, nadie ni nada le puede ya detener; el hombre que lee en la butaca, de espaldas al asesino, no va a tener la más mínima oportunidad de defenderse o escapar. Por eso el relato termina, acertadamente, con la referencia al hombre que lee la novela, que es exactamente igual que como empieza. El milagro se ha producido. El escalofrío nos recorre el cuerpo; nos sentimos engañados de igual forma que caemos cuando un prestidigitador hace desaparecer delante de nuestras narices un objeto cuya volatilización desafía todas las leyes de la física. Cortázar ha vencido, una vez más.

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