El tiempo transcurría. Los sucesos exteriores a los cuales debía mi vida someterse con dolor, principiaron a ondular como curvas que sólo de sesgo me alcanzaban. Descuidé mi aritmética, vi cubrirse de musgo mi más prolijo traje; apenas salía ahora de mi cuarto, a la espera cadenciosa de la mano, atisbando con ansiedad el primer -y más lejano y hundido- roce en la hiedra.
Le puse nombres; me gustaba llamarla Dg, porque era un nombre sólo para pensarse. Incité su probable vanidad dejando anillos y pulseras sobre las repisas, espiando su actitud con secreta constancia. Varias veces creí que se adornaría con las joyas, pero ella las estudiaba dando vueltas en torno y tocarlas, a semejanza de una araña desconfiada; y aunque un día llegó a ponerse un anillo de amatista fue sólo por un instante y lo abandonó como si le quemara. Yo me apresuré a esconder las joyas en su ausencia y desde entonces me pareció que estaba más complacida.
Así declinaron las estaciones, unas esbeltas y otras con semanas ceñidas de luces violentas, sin que sus llamadas premiosas llegaran hasta nuestro ámbito. Todas las tardes volvía la mano, mojada con frecuencia por las lluvias otoñales, y la veía ponerse de espaldas sobre la alfombra, secarse prolijamente uno dedo con otro, a veces con menudos saltos de cosa satisfecha. En los atardeceres de frío su sombra se teñía de violeta. Yo colocaba entonces un brasero a mis pies y ella se acurrucaba y apenas bullía, salvo para recibir, displicente, un álbum con grabados o un ovillo de lana que le gustaba anudar y retorcer. Era incapaz, lo advertí pronto, de estarse largo rato quieta. Un día encontró una artesa de arcilla y se precipitó sobre la novedad; horas y horas modeló la arcilla mientras yo, de espaldas, fingía no preocuparme por su tarea. Naturalmente, modeló una mano. La dejé secar y la puse sobre el escritorio para probarle que su obra me agradaba. Pero era un error: como a todo artista, a Dg terminó por molestarle la contemplación de esa otra mano rígida y algo convulsa. Al retirarla de la habitación, ella fingió por pudor no haberlo advertido.

Transcurrido el periodo de análisis, comencé a querer de veras a Dg. Amaba su manera de mirar las flores de los búcaros, su rotación acompasada en torno a una rosa, aproximando la yema de los dedos hasta rozar los pétalos, y ese modo de ahuecarse para envolver una flor, sin tocarla, acaso su manera de aspirar la fragancia. Una tarde que yo cortaba las páginas de un libro recién comprado, observé que Dg parecía secretamente deseosa de imitarme. Salí entonces a buscar más libros, y pensé que tal vez le agradaría formar su propia biblioteca. Encontré curiosas obras que parecían escritas para manos, como otras para labios o cabellos, y adquirí también un puñal diminuto. Cuando puse todo sobre la alfombra -su lugar predilecto- Dg lo observó con su cautela acostumbrada. Parecía temerosa del puñal, y recién días después se decidió a tocarlo. Yo seguía cortando mis libros para infundirle confianza, y una noche (¿he dicho que sólo al alba se marchaba, llevándose las sombras?) principió ella a abrir sus libros y separar las páginas. Pronto se desempeñó con una destreza extraordinaria; el puñal entraba en las carnes blancas u opalinas con gracia centelleante. Terminada la tarea colocaba el cortapapel sobre una repisa -donde había acumulado objetos de su preferencia: lanas, dibujos, fósforos usados, un reloj pulsera, montoncitos de ceniza- y descendía para acostarse de bruces en la alfombra y principiar la lectura. Leía a gran velocidad, rozando las palabras con un dedo; cuando hallaba grabados, se echaba entera sobre la página y parecía como dormida. Noté que mi selección de libros había sido acertada; volvía una y otra vez a ciertas páginas ("Etude de Mains" de Gautier; un lejano poema mío que comienza: "Poder tomar tus manos..."; le Gant de Crin" de Reverdy) y colocaba hebras de lana para recordarlas. Antes de irse, cuando yo dormía ya en mi diván, encerraba sus volúmenes en un pequeño mueble que a tal propósito le destiné; y nunca hubo nada en desorden al despertar.
De esta manera sin razones -plenamente basada en la simplicidad del misterio- convivimos un tiempo de estima y correspondencia. Toda indagación superada, toda sorpresa abolida, ¡qué acaecer total de perfección nos contenía! Nuestra vida, así, era una alabanza sin destino, canto puro y jamás presupuesto. Por mi ventana entraba Dg y con ella el ingreso de lo absolutamente mío, rescatado al fin de la limitación de los parientes y las obligaciones, recíproco en mi voluntad de complacer a aquella que de tal forma me liberaba. Y vivimos así, por un tiempo que no podría contar, hasta que la sanción de lo real vino a incidir en mi flaqueza, ardida de celos por tanta plenitud fuera de sus cárceles pintadas. Una noche soñé: Dg se había enamorado de mis manos -la izquierda, sin duda, pues ella era diestra- y aprovechaba mi sueño para raptar a la amada cortándola de mi muñeca con el puñal. Me desperté aterrado, comprendiendo por primera vez la locura de dejar un arma en poder de aquella mano. Busqué a Dg, aún batido por las turbias aguas de la visión; estaba acurrucada en la alfombra y en verdad parecía atenta a los movimientos de mi siniestra. Me levanté y fui a guardar el puñal donde no pudiera alcanzarlo, pero después me arrepentí y se lo traje, haciéndome amargos reproches. Ella estaba como desencantada y tenía los dedos entreabiertos en una misteriosa sonrisa de tristeza.
Yo sé que no volverá más. Tan torpe conducta puso en su inocencia la altivez y el rencor. ¡Yo sé que no volverá más! ¿Por qué reprochármelo, palomas, clamando allá arriba por la mano que no retorna a acariciarlas? ¿Por qué afanarse así, rosa de Flandes, si ella no te incluirá ya nunca en sus dimensiones prolijas? Haced como yo, que he vuelto a sacar cuentas, a ponerme mi ropa, y que paseo por la ciudad el perfil de un habitante correcto.
Este extraordinario relato data de 1943 y siempre me ha fascinado por lo que tiene de misterioso, de fantástico. En ningún momento se plantea por parte del narrador-protagonista cómo una simple mano puede tener vida propia, sentimientos, gustos, pasiones y hasta necesidades básicas. Parece dar por hecho que el fenómeno, aun siendo digno de estudio, no tiene nada de sobrenatural, como por otra parte sucede con buena parte de la literatura que podríamos llamar fantástica.
En cambio hay que destacar la forma en que el protagonista va estudiando el comportamiento de la mano, descubriendo lo que le agrada y lo que no, de qué forma la va rodeando de objetos que la hagan sentirse confortable dentro del reducido espacio en el que se desarrolla la trama.
La mano llega por la ventana, y hay que suponer que por la ventana se marcha para no volver, luego de un frustrado intento por conseguir una compañera. Y por supuesto Cortázar, como el maestro del género que es, cuida hasta los detalles aparentemente más insignificantes, y por eso, aplicando una lógica que nadie sino un genio como él sería capaz de establecer, determina que la extraña visitante sea diestra y de esa forma se enamore y trate de cortar la mano izquierda del protagonista.
El relato termina con la desolación del narrador, con esa tristeza que producen las pérdidas irreparables, y a la que poco a poco habrá de resignarse. Tristeza y resignación que encontramos también en muchos otros de sus relatos, como Las babas del diablo, Casa tomada o incluso La puerta condenada, por citar sólo tres ejemplos.
En definitiva, un relato en la línea de los grandes clásicos de la literatura, una obra maestra de principio a fin, un monumento literario a la altura de los grandes cuentos de Poe o Maupassant. Una delicia para los sentidos.
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